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Leticia Mena

Cartas desde Grecia

Los afganos, los olvidados

Malakasa es el único campamento de refugiados afganos que hay en Grecia. Hay 1.200 personas pero no son refugiados. Son inmigrantes

Hasta aquí llegó parte de las doce toneladas de ropa y calzado que donaron los cántabros a través de Fátima Figuero

Malakasa está a unos setenta kilómetros de Atenas. Es el único campamento de afganos que hay en Grecia. Allí les juntan. Son 1.200. No se les considera refugiados de guerra, así que su situación debe tramitarse de otra manera, porque para Grecia son meros inmigrantes. ¿De qué manera? Ni ellos la saben.

Al llegar, ocho militares armados flanquean la puerta. Piden identificación a todo el que se acerca. Les basta con apuntar el nombre y el número de DNI en un papel que el jefe se saca doblado del bolsillo de la camisa. En la barrera hay un perro dormido hasta que llega otro y se ponen a darse lametazos. Un soldado escolta a los voluntarios cántabros y al equipo de El Diario Montañés hacia el interior. Tras los edificios del Ejército griego, entre los que hay una iglesia, aparece una gran explanada de tierra rojiza y tiendas blancas. Éstas son más consistentes que las del Pireo, y están fijadas al suelo con vientos y clavos. Hay una zona de piedras, en la que dos jóvenes afganos juegan a ver quién las lanza más lejos. Las sujetan a pulso cerca del hombro, y la tiran alcanzando tres o cuatro metros. Así se divierten. Cerca hay un grupo de niñas que juega a las muñecas. Tienen carritos de bebé de verdad en las que las pasean como si fueran madres. También hay una red de voleibol donde están en medio de un partido.

Naser es de Siria, tiene 25 años y es farmacéutico. Sólo quiere vivir en un sitio en el que haya paz

Naser es de Siria, tiene 25 años y es farmacéutico. Sólo quiere vivir en un sitio en el que haya paz

 

Entre las tiendas está Nasher Anwari. Es un farmacéutico de 25 años que ya lleva un mes viviendo en este campamento. De Afganistán huyó a pie hasta Irán; de allí a Turquía y cruzó en un bote hasta Grecia. Al llegar a tierra helena se registró, pero si a los sirios les dejaban estar seis meses -mientras algún país les da refugio-, los afganos no reciben asilo de nadie. Naser no es considerado refugiado de guerra, es inmigrante pero no quiere volver a su país porque asegura que “allí los jóvenes sólo tenemos dos opciones: o alistarnos en el Ejército o con los talibanes. No quiero vivir la guerra ni hacer la guerra”. Por eso huyó. Lamenta que su generación no tenga más opciones y está preocupado por todos los que se han quedado allí.

Dentro de su tienda

Nos invita a pasar dentro de su tienda de campaña. Para acceder hay que correr una cortina de nailon y quitarse los zapatos en una especie de entrada donde está el calzado de los de los hombres que están dentro. Iraj es el único iraní del campamento. Quiere hablar pero no contar por qué está aquí. Manoo es afgano y entre los dos empiezan a improvisar una mesa en el suelo para merendar. No dejan que se rechace su ‘karám’, ‘hospitalidad’ en árabe. Ellos son así. Ponen platos, naranjas y unos zumos. Tienen pequeños briks guardados porque todos los días les dan tres. Uno para desayunar, otro para comer y otro para cenar. Dicen que ya tienen hasta manía al sabor. Lo mismo que a la pasta y a las patatas hervidas, que enseñan y nos dan a probar. Los macarrones tienen un poco de tomate, nada de sal. Y las patatas están salpicadas con una especia. “Todos los días lo mismo”.

 

Sin ir más lejos, hoy han preferido repetir el cruasán relleno de chocolate que les han dado para desayunar. Sentados en su tienda explican que su relación con los soldados que vigilan el campo es prácticamente nula. Sólo les regañan cuando arman mucho lío al jugar al fútbol o al voleibol. Naser tiene un esguince en el pie que se hizo durante un partido, comenta mostrando su tobillo vendado. Junto a sus compañeros se queja de que en el campamento no hay médicos ni medicinas. En cada tienda duermen entre ocho y diez personas. El Ejército es el que decide quién duerme con quién, pero respeta que las familias vivan juntas. Hasta aquí llegaron parte de las doce toneladas de ropa que Cantabria, a través de Fátima Figuero, envió para los refugiados.

En Afganistán, Naser era farmacéutico. A sus 25 años tenía un buen puesto en la compañía Move Walfare Organization, y le gustaría volver a ejercer. ¿Dónde? Le da igual. “En cualquier sitio en el que haya paz. Que abran las fronteras. Que abran las fronteras”, repite constantemente.

Del campamento de Malakasa pueden entrar y salir durante el día. El problema es que no hay dónde ir. Está en medio de una zona de montañas y cerca no hay ningún pueblo. “Al principio salíamos a dar una vuelta. Por la carretera pasa un autobús de línea y alguna vez lo hemos cogido, pero cuando el conductor nos pide cuatro euros a cada uno y ve que no tenemos dinero, nos hace bajarnos en la siguiente parada”. Se quedan en mitad de la nada y tienen que volver a pie hasta el campamento. “Para ir a ningún sitio, nos quedamos aquí y jugamos al fútbol, al voleibol, al lanzamiento de piedras…”.

 

Mientras los mayores hablan, el pequeño Mandi escucha. Se ha colado en la tienda y se ha ido acomodando poco a poco. Tiene trece años y unos ojos que desprenden ganas de vivir. Pregunta de dónde somos y al decir que de Santander, una ciudad del Norte de España, Naser exclama; “¡Racing! Pero no está en Primera División”. Todos sonreímos, y Kike López le contesta resignado “Second B”. Al ver la bandera de Santander, Mandi aplaude. Ahora es suya.

Recibe el regalo con la misma ilusión que celebra el ‘Alid Alkbir’, que es es la fiesta más especial para el mundo árabe, después del Ramadán. Mandi cuenta orgulloso que su padre “hace películas. Ha hecho ‘Najime’”. En su tienda está el padre (el actor) y la madre matando el tiempo. Él es muy grande y le dicen que es el ‘Schwarzenegger afgano’. Mandi le mira orgulloso.

 

Entre las tiendas, al ver a un grupo que por apariencia no son compatriotas suyos, se acercan con curiosidad. Los niños se ríen cada vez que se les hace una foto. Saludan a cámara como si fueran a salir en la televisión y piden posar un poco más de tiempo, pero los soldados no quieren dejarnos más. Los pequeños juegan, los mayores también. Pese a que están encerrados burocráticamente, intentan no estarlo de espíritu. Les encanta seguir al grupo cántabro, lo hacen sonriendo, y todas las personas con las que nos cruzamos saludan. Son un ejemplo de educación. Su ‘káram’ es tal, que un chico se acerca ofreciendo parte del croasán que está merendando -como el que antes nos ofrecían en su tienda los amigos de Naser-. Mandi no quiere separarse hasta que arranquen los coches porque su padres le han dado permiso. Al cruzar la barrera, donde sigue tumbado el perro, los soldados se despiden amablemente deseando ‘Kalispera’, que es buenas tardes.

El siguiente destino es el campamento de Ritsona, dónde están las médicos cántabras Carmen Rodríguez y Pilar Machín. Su experiencia y la descripción de la campo, en la próxima Carta Desde Grecia. ‘fa milisume aurio’.

 

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Sobre el autor

Madrid. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense. Se incoporó a El Diario Montañés en el año 2000. Desde 2010 es Jefa de Edición de eldiariomontanes.es


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