Hay decenas de niños correteando, y una pequeña de cinco años se acerca con ganas de dar muchos abrazos. Se llama Rim, es Siria y está con su madre, Amina, de 31. Su marido está en Alemania. “Ahora está cerrada la frontera. No podemos continuar”. Lo dice casi resignada. Se encoge de hombros al preguntarle qué van a hacer. Amina era profesora en un colegio en Siria, igual que Najma, de 31 años y embarazada de cinco meses. Su marido se ha quedado en su país.
Los hombres hacen cola para darse una ducha de agua fría. “Hay unas placas solares para calentar el agua, pero tiene que ducharse tanta gente que no da tiempo a que coja temperatura”. Detrás están los aseos de las mujeres, hay dos platos de ducha para todas. Varias madres hacen cola con sus hijos y bajo el brazo llevan las toallas que les han dado en un almacén que está en el edificio de enfrente.
En la puerta de esa gran nave, hay tres voluntarias llamando con los nudillos. Abre un hombre grande y de aspecto fuerte. Es un voluntario de Nueva Zelanda que en su país juega al rugby. Dentro del almacén sólo queda ropa y ya no la reparten. Han dejado de hacerlo porque se estaba convirtiendo en motivo de peleas. “Esto antes no pasaba. La gente ya se está empezando a poner nerviosa y tienen mucha menos paciencia”, explican Fardin Faez y Arasam Mourad. El primero es afgano. El segundo sirio. “Aquí estamos viviendo cosas que no ocurre en nuestros países. Allí nuestros pueblos se atacan. Aquí jugamos al baloncesto, al fútbol. Somos hermanos”. Fardin estaba estudiando Económicas cuando tuvo que salir corriendo. “No sé si terminaré la carrera”, lamenta.
Una voluntaria inglesa anuncia que, varias compañías que operan a Lesbos, han cancelado sus vuelos a la isla. Así que ahora, los habitantes griegos de allí, los que vivían del turismo hasta hace poco, están viendo cómo se les ha vuelto en contra su propia generosidad. De ayudar a los refugiados, se han cargado su turismo, que es de lo que comían.
Ayuda de Mensajeros por la Paz y Remar
En la carpa de Mensajeros por la Paz y Remar hay varios voluntarios españoles que entretienen a los niños pintando dibujos sobre unas mesas infantiles. Fuera otros hacen cola con sus madres. Un olor fuerte viene y va. Se oyen llantos. Esa cola llega un espacio acotado con vallas, donde más voluntarias están quitando los piojos a los pequeños. Les están echando árbol de té (de ahí, el olor) y les pasan la peina (de ahí, los lloros). En otra zona del campamento están Reiham y Samira. Llaman la atención porque, entre tanta miseria tienen espejo, maquillaje y brochas. Se están poniendo guapas. Las dos están embarazas y Reiham señala a un bebé de once meses que está dormido y que también es suyo.
Las tiendas de campaña están agolpadas por bloques y, entre bloque y bloque, están las carpas de los voluntarios y algunos mostradores. Delante de uno de ellos hay un grupo de niñas sentadas. Al cabo de un rato, hay cerca de cincuenta personas detrás de las pequeñas. Es ver aparecer la furgoneta del catering y aparecen cientos de refugiados. Asombra su educación porque no se agolpan ni se empujan. Se colocan unos detrás de otros dejando a los niños los primeros. Les dan pequeñas bandejas de aluminio llenas de pasta caliente y una naranja a cada uno. Lo cogen, dicen ‘thanks’, ‘merci’, ‘efjaristó’ o gracias en el idioma que sepan y se van sonriendo pese a que llevan semanas y semanas comiendo lo mismo: pasta con tomate o patatas hervidas. Unas adolescentes que acaban de coger su plato piden que les hagamos una foto con su propio móvil. Están contentas de tener una foto juntas y dicen que la van a subir a Facebook, algo que a todas las hace mucha ilusión como si fuera algo emocionante. La verdad que tiene pinta de serlo.
Es seguir andando a 27 grados al sol, y en plena explanada del puerto hace un calor de justicia. Bajo las paradas de autobuses hay gente durmiendo. En las tiendas, también. Donde se está algo mejor es en la oficina donde se venden los tickets para coger los ferrys. Es un edificio circular, amplio, de techos altos. Por allí han pasado todos los turistas que han hecho un crucero por las islas griegas.
Este domingo es un edificio ocupado por centenares de refugiados que tienen sus mantas extendidas por el suelo, con su ropa ordenada en cajas. Varios están comiendo manzanas. Ahí lo único que tienen es fruta, que es lo único que tiene los voluntarios que están allí junto con galletas y té. Hasta allí no llega el cátering que ha llegado hasta la zona donde estaban quitando los piojos a los niños. Aquí no llega casi nada y están nerviosos. “Ayer un nombre casi tira a su mujer al mar. Hay muchos que empiezan a revolverse y empieza a haber robos y enfrentamientos por cuestiones de nacionalidad. Eso cuentan los refugiados que están en esta zona. Entre ellos hay tres que tienen los papeles que dicen que serán acogidos por España. Les ha tocado nuestro país y están esperando que alguien venga a buscarles.
“Nos han dicho que vendrán de Acnur, pero pasan los días…”, comenta mientras encoge los hombros Ghaith Niazi. Él también es sirio, tiene 22 años y es peluquero. Contrasta como va vestido entre sus compañeros. La mayoría viste ropa cómoda (pantalones de chandal, camisetas, sudaderas…), y calzado similar (chanclas, crocs…). Pero el va hecho un pincel. Lleva un pantalón chino azul marino, una camisa con cuello ‘mao’ y unos zapatos tipo castellanos. Cuando llegue a España quiere seguir siendo peluquero. Su compañero de fatigas es Moussa Moussa, de 22 años, también sirio y con los documentos que dicen que le ‘ha tocado’ España. “Es cuestión de días salir de aquí”.
Se ofrecen enseñarnos el campamento y la gente se arremolina alrededor de la cámara. En un principio no quieren fotos, no quieren vídeos. Están demasiado hartos de ver aparecer periodistas y que nadie les sepa dar respuestas. “¿Dónde están las autoridades? ¿Dónde está la ayuda humanitaria para gente como nosotros que venimos de una guerra?”, se pregunta un sirio que está allí con su mujer y sus cuatro hijos. “Llevan seis meses sin ir al colegio. ¿Cómo van a recuperar el tiempo perdido?”, grita en árabe. “Allí estábamos en una guerra horrible y nos fuimos. Aquí estamos en una guerra psicológica, como si se nos estuvieran echando un pulso para ver qué pasa”. Está enfadado. No puede más. Entre los refugiados que quieren hablar y que aplauden lo que dice su paisano, aparece un padre con su hijo en silla de ruedas.
Eskandar Najar tiene diez años y no puede caminar. Un grupo de chicos le cogen, lo ponen de pie para que se vea que sus piernas no aguantan y se desploma en el suelo. Lleva pañales y se arrastra como puede hasta llegar a la pierna de su padre, a la que se agarra con fuerza. “Necesita tratamiento. No tenemos más medicinas”. “Mi hija también”, exclama otro hombre, mucho más joven, que se acerca con un bebé en brazos. Tiene un mes, se llama Ami y nació cerca de Idomeni, en el campamento que está en la frontera con Macedonia. “Los médicos que atendieron a mi mujer y al bebé, nos dijeron que tiene un problema en el tórax. Nos recomendaron que viniéramos a Atenas para que la miraran. Nos subimos en un autobús y aquí estamos, sin que nadie nos diga si nuestra hija está bien”. La pequeña Ami tiene los ojos azules, igual que su padre. No tiene ningún papel que acredite que ha nacido en ningún sitio, y su futuro es incierto.
Al salir del Pireo se despiden con esperanza. Fuera, los griegos siguen celebrando la Resurrección como marca su calendario. El de los refugiados no tiene fecha, no tiene fiestas.