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Leticia Mena

Cartas desde Grecia

Trozos de vidas rotas

Los refugiados que están en Grecia huyen del terror de la guerra y muchos necesitan ayuda psicológica

Grecia se ha convertido en el destino final de más de 50.000 sirios, afganos, iraquíes o eritreos que salieron de sus países al ver que la guerra o las guerrillas hacían su vida insoportable. Muchos han visto morir a sus familias y a sus amigos, y ahora están sentados delante de una valla de alambre de espino sin que la policía griega, por un lado, y los soldados macedonios, por otro, les quiten el ojo de encima. Mientras esperan que la frontera se abra, hablan de su pasado con nostalgia, pese a las bombas, pese a los tiros. Alguno incluso dice que prefiere aquello a esto.

El día que no pudieron más, comenzaron a andar llevándose cuatro cosas en una bolsa y el ánimo cargado de esperanza. De esto último, apenas les queda nada. Llevan meses sobreviviendo gracias a los voluntarios que han viajado desde todas partes del mundo para ayudarles y hacerles compañía, pero esta vida no es la que esperaban. No es lo que soñaban.

Las historias que relatan ponen los pelos de punta porque, aunque parezcan de película, el terror de su realidad supera a cualquier ficción. Por los campamentos vagan niños sin padres, madres sin hijos, mayores sin ilusión después de ver que Europa ha cerrado sus fronteras. En sus países eran abogados, profesores de universidad, arquitectos, dependientas… Ahora son refugiados sin papeles que les acrediten. En sus móviles –casi todos tienen ‘smartphones’–, llevan las fotos de sus casas, de sus amigos, de sus viajes, de su pasado. También del horror. Younes Al Salem muestra la imagen de su hija de dos años muerta tras una explosión en Alepo. Él y su mujer lo han pasado muy mal y la situación que viven desde hace meses en el campamento griego de Ritsona no les ayuda a mirar hacia adelante.

Riad es iraquí. A estas alturas estará de vuelta en Bagdad, aunque llegó caminando hasta Idomeni. En su país, vio como un talibán disparaba a bocajarro a su padre y huyó a Europa, donde le habían dicho que podría vivir tranquilo. Pero ha tenido que volver a su casa porque para la UE no es un refugiado, es un inmigrante ilegal, y le han hecho volver a la ciudad que detesta. «Sólo quiero vivir en paz». No quiere más.

Ahman era abogado en Siria. Tenía un buen despacho y vestía con traje y corbata a diario. Ahora es un refugiado que se ducha cuando consigue que el sol caliente el agua de un cubo. Batul Kasmi duerme con sus bebés en el campamento de Ellinikon. «No me dan comida. No me dan nada», dice a punto de llorar. Era profesora en un colegio de Afganistán. Ahora es una mujer rota.

La vida de miles de personas transcurre bajo lonas sintéticas, las llamadas por Skype sin éxito para registrarse, las largas colas para coger un plato de comida y la solidaridad de los voluntarios. Se niegan a pensar que este sea su final, aunque los días vayan pasando y ninguna autoridad les informe sobre qué futuro les espera.

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Sobre el autor

Madrid. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense. Se incoporó a El Diario Montañés en el año 2000. Desde 2010 es Jefa de Edición de eldiariomontanes.es


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