Sirios, afganos, iraquíes y kurdos juegan un partido en Idomeni con la equipación del Real Racing Club
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La policía griega advierte de que a finales de mes este campamento tiene que estar desmantelado
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Qué tendrá el fútbol para conseguir que hombres y mujeres de todo el mundo se olviden durante 90 minutos de la vida real y se centren en compartir un buen rato juntos. Algo tiene que despertar para que este viernes, una treintena de refugiados haya olvidado que están atrapados delante de una verja llena de pinchos. El Racing de Santander había preparado decenas de equipaciones, pero no nos cabían todas en la maleta. Once pantalones, once camisetas y cuatro bufandas han sido suficientes para que un grupo de sirios, afganos, iraquíes y kurdos hayan pasado una tarde diferente. Y las que les aseguran que vivirán jugando al fútbol allí, aunque la policía griega advierte de que, a finales de mes, Idomeni tiene que estar desmantelado.
Una larga fila de autobuses espera en la carretera, y familias enteras se suben sin tener muy claro a dónde les llevan. Les han prometido que estarán mejor, y con eso parece que les basta para recoger lo poco que tienen, lo poco que les queda. Unos jóvenes meten unas cajas en el maletero de un autocar que les llevará a Atenas, y de allí volarán de vuelta a Irak. Prefieren volver allí porque la impotencia les ha superado. Riad está rabioso. Ha caminado durante semanas después de que el Daesh asesinara a su familia por no practicar el Islam. “Si no lo haces, te matan”, asegura resignado este joven que, a sus 23 años, ha visto como un hombre reventaba de un tiro la cabeza de su padre. Y ahora tiene que volver allí. No quiere, pero no tiene otra opción. La frontera con Macedonia está cerrada y no tiene dinero para pagar a un ‘smuggler’, que es como llaman a las personas de la mafia que están sacando partido a este drama migratorio. Un traficante puede cobrar entre 2.500 y 3.000 euros, y por ese dinero les consiguen pasaportes falsos, billetes de avión, una plaza en una barcaza o un camión para sacarles de allí de forma ilegal. Pero “es caro, demasiado caro”. Muchos se gastaron todo en el ‘smugler’ al que pagaron para cruzar de Turquía a Lesbos para nada.
El precio del autobús y el avión que les llevará a Irak -al país del que huyeron-, es de 30 euros por persona -da igual la edad que tengan, el billete de un niño cuesta lo mismo que el de un mayor-. Una vez allí, pensarán qué hacer. Tienen miedo.
La carretera que cruza Idomeni se ha convertido en un mercadillo improvisado en el que los más emprendedores montan puestos de comida, de tabaco y de todo tipo de bártulos (cazuelas, cubos y barreños, zapatos…). Para hacerlo han ido caminando a los pueblos más cercanos y a las granjas que hay alrededor, han comprado la mercancía y ahora la venden un poco más cara de lo que les costó. Un kilo de lo que sea (patatas, cebollas, pimientos…) vale un euro. El tabaco, entre 2,50 y 3. Algunos aprovechan para exhibir su talento, y dentro de su tienda tallan objetos de madera. Otros afeitan y cortan el pelo por unas cuantas monedas.
Por el campamento hay hombres y mujeres que llevan una jarra de café y van vendiéndolo por las tiendas; otros han puesto la cafetera sobre unas cajas y vendén pequeños vasos por un euro. A primera hora de la mañana, las mujeres hacen la compra y los hombres pasean a los niños. No hay nada que hacer, sólo pasear y comprar si pueden. Algunos griegos también están haciendo negocio con sus ‘food trucks’, o furgonetas ambulantes de comida, sobre todo de helados.
Los que tienen un balón, no lo sacan por miedo a que se lo quiten. “Es un bien muy preciado”, explica una voluntaria. Por eso, al preguntar a unos chicos que charlaban aburridos si quieren jugar un partido de fútbol, no tardaron en buscar compañeros para completar dos equipos. Jugadores de varias de las nacionalidades que hay por el campamento chocaban las manos y agradecían el gesto. Con euforia forman una fila para coger los pantalones y las camisetas del Racing, y los más pequeños se quedaron con las bufandas.
Sólo quedaba encontrar un sitio y, rápidamente, los niños dijeron dónde ir. A unos 300 metros de las vías hay un lugar donde algún día alguien jugó, y la improvisada marea verdiblanca va hacia allá. Cada portería está formada por dos palos sujetos a la tierra con piedras. Más que suficiente para que empiece el partido de ‘pantalones’ contra ‘camisetas’, que es como se les distingue. Agradecen mucho este gesto del Racing, y aseguran que es el primer equipo de fútbol que se acuerda de ellos: “Guardaremos esto toda la vida. Aúpa Racing”. Ninguno conoce al equipo cántabro. Para ellos sólo existe el Real Madrid y el Barcelona, pero desde ayer seguirán las peripecias del club de Santander, sobre todo Ziad Amin, que hasta hace unos meses era jugador del equipo nacional de Siria.
En Idomeni tan pronto hace un sol de justicia como sopla un aire frío que levanta el polvo por todo el campamento. A media mañana comienzan a formarse largas colas para coger algo de comida, y en casi todas las tiendas las mujeres se afanan pelando patatas o cociendo cebollas. Los niños corretean por todas partes, muchos de ellos solos. Varios han construido cometas con trozos de plástico que han cosido con cuerdas a las varillas de las tiendas que el viento ha roto. Sus risas alegran el campamento.
Los más mayores, los ancianos, se sienten impotentes. “Venir a morir aquí no es justo”, lamenta un hombre de unos setenta años que pide cigarrillos porque no tiene dinero para nada. Hace semanas que no se cambia de ropa, que no se da un baño en condiciones, que no sabe si esto merecerá la pena. Su mujer y sus nietos le esperan para comer. Él ya no tiene ni hambre. La ayuda psicológica empieza a ser más que necesaria, porque “comienzan a avergonzarse de ellos mismos, de la vida que tienen y de la que les espera”. La situación se tiñe dramática cuando les cuentan que, el jueves, un hombre de unos treinta años y padre de familia intentó ahorcarse allí mismo. “No somos perros y aquí lo parecemos”. Un grupo de refugiados alertó de sus intenciones a unos voluntarios y consiguieron tranquilizarle. No es el primero que intenta quitarse de en medio. En Lesbos también ocurrió algo parecido cuando un refugiado se subió a un poste para colgarse mientras gritaba que quería morir. Los voluntarios que estaban allí también le quitaron la idea de la cabeza después de todo el esfuerzo que había hecho hasta ese día. Pero la desesperación no entiende de tiempos, ni de papeles, ni de fronteras.
El pesimismo generalizado comienza a preocupar a los voluntarios que no dejan de pedir que aquí hacen falta más manos y más profesionales de todos los ámbitos sanitarios. “No quieren más ropa, ni siquiera comida. Lo que piden es no perder del todo la dignidad”.
La policía vigila los ‘puntos calientes’ del campamento, mientras un trasiego de furgonetas y coches de los voluntarios surte a los refugiados de todo lo que necesitan. La labor que hacen es encomiable, y alguno se llega a jugar el tipo. José es de Granada, y en el último ataque del Ejército macedonio fue detenido por tirar piedras a los soldados que herían con gases lacrimógenos a los atrapados. “Me dijeron que, si me volvían a ver por el campamento, me meterían en la cárcel”. Pero él no se da por vencido. Sabe que en Idomeni hay mucho que hacer, y en su mochila lleva “medicinas y cosas de la farmacia para los niños”. Así que coge un atajo campo a través para evitar que le vean en los controles que hay por la carretera. José lleva años viajando por el mundo enseñando español, habla once idiomas y lleva un gato en una bolsa. Los dos se hacen compañía en esta aventura que se topa con una frontera de pinchos.
Jose es un “alma libre” que no entiende de límites. Como los refugiados que ayer se enfundaron las camisetas y los pantalones del Racing, y dieron una lección de que, si se quiere, la hermandad es posible entre los pueblos
Los refugiados de Idomeni con el @realracingclub Mañana os cuento todo en @dmontanes #CartasDesdeGrecia pic.twitter.com/2D9nHhioMK
— Leticia Mena (@LeticiaMenaR) 6 de mayo de 2016