Los refugiados sólo pueden registrarse y pedir asilo por medio de una llamada de Skype a un contacto que solo atiende una hora al día
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La falta de información y de soluciones legales les lleva a pagar a los ‘smugglers’ para que salir de Grecia de forma ilegal
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Sobre Polykastro hay unos nubarrones negros que amenazan con descargar una buena tormenta en cualquier momento. Cerca de este pueblo próximo a la frontera con Macedonia hay miles de refugiados que protegen sus tiendas de campaña con plásticos y ponen a cubierto lo poco que tienen. La pérdida de esperanza se ha apoderado de muchos de ellos, sobre todo de los más mayores. Los niños siguen jugando, correteando y llenando de risas sueltas el silencio que sólo rompen los coches que pasan a gran velocidad por la carretera. El campamento de Eko se ha formado alrededor de una gasolinera en la que pueden cargar los móviles e ir al baño. Fuera tienen unas cabinas, pero el olor es insoportable. Allí mismo, una mujer descansa en el suelo junto a su bebé de seis días. Casi no puede moverse porque todavía tiene los puntos del parto muy recientes. Dio a luz en un hospital cercano, y allí le dieron una cartilla con el peso del niño (2,7 kilos) y un papel en árabe con unas recomendaciones para madres primerizas. Nada más. El pequeño Alí no tiene ningún papel que le acredite como europeo aunque haya nacido en Grecia. Esta familia y sus ‘vecinos’ están completamente desesperados, porque ningún organismo les informa; nadie les dice qué futuro les espera. En total son más de 50.000 atrapados en este limbo europeo.
Los refugiados que están atrapados en este país de Europa creían que al venir de una guerra serían recibidos de otra manera, y la única opción que les dan es hacer una llamada por Skype a un contacto -asylum.service.relocation- que nunca descuelga, que atiende sólo una hora al día y nunca a la misma.
Ahman enseña en su móvil la cantidad de intentos que ha hecho durante semanas. El listado es larguísimo y siempre el mismo mensaje: “Call failed” o “call no answer”. Dice que no es justo, que esto no debería ser así. Cuando el 20 de marzo Europa y Turquía firmaron lo que los voluntarios llaman el “pacto de la vergüenza”, los centros oficiales de registro cerraron. La Oficina Europea de Apoyo al Asilo (EASO) ya no se hace cargo de ellos. A partir de aquel día, sólo podrían inscribirse quienes llamaran por Skype, pero al otro lado no hay nadie. Sobre las vías muerta del tren que atraviesa Idomeni, un joven se planta todos los días delante de los autobuses antidisturbios de la policía con un cartel en las manos en el que informa de que ha llamado miles de veces, pero nadie contesta. Ese vacío, esa falta de respuestas, volatiza sus ánimos. “Nos están matando lentamente. Qué quieren conseguir tratándonos así”, clama un hombre comido por la falta de esperanza. Llegados a ese punto, pocas opciones legales les quedan.
Alí tiene seis días. Nació en un hospital de Grecia y ahora vive con sus padres en una tienda en el campamento de Eko.
Conjugar el verbo esperar es ya cansino. “No tenemos nada que hacer. Sólo esperar y dormir. Esto no es vida”. Quien dice esto es un abogado sirio que tuvo que salir huyendo cuando ISIS bombardeó su casa. “Siria es un infierno. Pensé que al llegar a Grecia todo sería diferente, que, de alguna manera, volveríamos a nacer”. Pero se dieron de bruces con el cierre de la frontera con Macedonia, y esta nueva vida se ha convertido en una perversa agonía. Sólo hay una solución, recurrir a las mafias, a los traficantes que se venden como ‘salvadores’ del drama de la emigración.
Varios refugiados -prefieren no dar sus nombres- cuentan con detalle cómo funcionan los ‘smugglers‘. Lo primero que dejan claro es que están por todos lados, que se mueven por todos los campamentos. Van charlando con la gente, preguntando cómo están y, lo más importante, si tienen dinero para comprar un pasaje a una vida mejor. Muchos no tienen ni para comer, pero otros sí. Entre los refugiados hay personas de diferentes posiciones sociales y económicas. “No todos son gente sin recursos. Mirad qué móviles tienen”, apunta un voluntario de Madrid. Llama la atención ver que la mayoría tiene un buen smartphone y que las colas para cargar la tecnología que portan son largas. No en todos los campamentos hay electricidad, por eso se reúnen cerca de gasolineras o bares de carretera. De esa forman chatean con sus familiares, con los que se han quedado en sus países de origen y con los que están esperándoles en algún lugar de Europa. A este destino es dónde quieren llegar, y ahí es cuando los refugiados se convierten en carne de cañón para las mafias. Siempre que tengan dinero, claro. Por cantidades que giran en torno a los 2.000 y 4.000 euros, los ‘smugglers’ les prometen que les ayudarán a llegar donde quieran.
En una céntrica calle de Atenas se cuecen las mayores operaciones. Un traficante que opera en esta zona advierte de que habla sin revelar su nombre. No tiene ningún problema en contar cómo trabaja. En otra mesa del restaurante en el que nos cita, hay dos hombres trajeados con corbata. El ‘smuggler’ cuenta que “ellos se encargan de comprar los barcos a pescadores jubilados”. Suelen ser barcazadas viejas que ya no utilizan porque están en malas condiciones. “Estos tipos se las compran por una cantidad a la que los dueños no suelen renunciar. Pueden darles entre 3.000 y 5.000 euros por una embarcación que ya no les genera ganancias”. Con el medio de transporte en su poder, establecen el precio que deberá pagar cada persona que contrate sus servicios y que es el resultado de la suma del dinero que quiere cada intermediario. Cuando las personas que quieren salir de Grecia abonan la cantidad fijada, “son llevados a una casa cerca de la costa, y allí esperan a que se reúna un número concreto de ‘viajeros’, según las dimensiones del barco”.
La estancia en ese hospedaje transitorio está incluido en el precio acordado y, cuando “tenemos el número de pasajeros previsto, les van a buscar en un camión de ganado que les llevará hasta el muelle”. ¿Por qué en un transporte de este tipo? “Para no llamar la atención”, responde el traficante que habla de todo con naturalidad. Y ahí empieza el viaje hacia una nueva vida junto a los familiares que van a buscarles al punto de encuentro establecido antes de salir. Varios refugiados con familiares que han contratado los servicios de estos traficantes confirman que todo lo contado por este ‘smuggler’ es cierto, y que, ya “podemos dormir sobre un colchón o lavarnos con agua caliente”.
Los 2.000-4.000 euros que paga cada refugiado que sale de Grecia de forma ilegal, se reparte por el camino entre los jefes -como los hombres trajeados de corbata del restaurante-, unos guardacostas griegos y otros italianos, el dueño de la casa donde aguardan hasta que se junta el grupo y el traficante que ha encontrado a los refugiados que tienen dinero. La historia es propia de una película. El problema, es que la realidad supera la ficción y que este griego se jacta de hacerlo. En todo momento sabe que habla con periodistas y que lo que cuenta será publicado. No le importa mientras no salga su nombre, ni su cara. “Esto es ilegal, lo sé. Pero les ofrezco una ayuda que Europa no les da”.
Quien también da fe de que esto está sucediendo es un refugiado sirio que acaba de conseguir que su madre llegue a Alemania. “Llegué a Grecia con mi madre y mi sobrino después de caminar diez horas al día desde Turquía”. Él no cruzó hacia Lesbos en barco porque le parecía muy peligroso. Prefirió ir a pie. De eso hace ya dos meses y medio. Al llegar y encontrarse con la frontera cerrada se derrumbó. No podía ver como su madre, una mujer de 70 años que había caminado miles de kilómetros, dormía en una tienda de campaña en el suelo y no tenía donde bañarse. “Estamos en Europa y en pleno siglo XXI”, exclama incrédulo. Y entonces supo de la existencia de los ‘smugglers’ porque ellos mismos se le presentaron. “Acabo de mandar a mi madre a Alemania en avión”, comenta contento mientras enseña lo bien que está ahora allí junto a su familia. El traficante le consiguió un pasaporte falso, un billete de avión, le dio instrucciones para moverse por el aeropuerto y le acompañó a distancia hasta que embarcó. “Ha merecido la pena gastar este dinero así. Sé que los traficantes son ilegales, pero ¿qué otra opción tengo? ¿Dejar morir a mi madre aquí?”.
Mientras las autoridades europeas miran para otro lado y más de 50.000 refugiados no encuentran respuestas legales, las mafias se hacen de oro.