La brigada de ‘El Torcido’ trabajó con denuedo durante doce horas, pero el relevo privó al capataz de la gloria de haber abierto la galería ferroviaria más larga de España
Fue la barrena de González Frías la que casi chocó con otra de un compañero que perforaba desde el lado de Valdeporres, en La Engaña, el 26 de abril de 1959
Los hombres trabajan con el torso desnudo, inmersos en una densa nube de vapor. El calor y el ruido son infernales. La tierrilla se pega a sus cuerpos sudorosos. El barro trepa por las perneras de sus pantalones. Están agotados, pero, por primera vez en tantos años, no tienen prisa por que acabe el interminable turno de doce horas. ¡Están tan cerca de conseguirlo! Oyen el golpeteo de las mazas de los desconocidos compañeros de Burgos que avanzan desde la boca sur. Las manecillas del reloj marcarán pronto las ocho. No quieren que el relevo les prive de la gloria de haber calado el túnel de La Engaña.
“¡Más vagonetas, que me envíen más vagonetas para desalojar todo esto cuanto antes!”, grita, ansioso, el capataz Millán, más conocido por ‘El Torcido’. Su meta es avanzar y avanzar en la perforación, sin que les estorben las piedras acumuladas tras meter las barrenas y dinamitar. Los trozos de rocas forman un cúmulo de seis metros de altura y ahí, en lo que llaman la destroza, se afanan otros peones para retirar los escombros y enviarlos en vagonetas hacia la boca norte, en Vega de Pas.
La cuadrilla que se desloma en el avance ha entrado a las ocho de la tarde del sábado, 25 de abril de 1959. Ahora son las ocho de la mañana del domingo. Llega el capataz Juan González Frías con su grupo y da el relevo al de ‘El Torcido’, que se marcha extenuado, sin haber podido experimentar la emoción de encontrarse con la brigada que taladra desde Valdeporres, que también se retira, en sentido contrario, para dar paso al grupo del siguiente turno. Han pasado diecinueve años desde que se adjudicaron las obras y ocho desde que se reanudó la perforación con la empresa Portolés.
Sólo diez minutos después de que los hombres de ‘El Torcido’ abandonen el túnel, la barrena del capataz González Frías se incrusta “ya sin obstáculo alguno” y coincide, precisamente, “en el mismo lugar de otra” que procede de la boca sur. Así lo narra en El Diario Montañés el periodista Julio Poo San Román el 28 de abril de 1959. Junto con el capataz, están en la brigada de la suerte el palista Victorio Fernández Montalvo; los martilleros Arturo Pereira Domínguez y Francisco Martín Olmo; los peones José Dios Vidal, Pedro Martín Cáceres, Eloy Rocamonde y Julián Martínez Villalba; y el encargado del alumbrado del túnel, Juan Álvaro Capellán, conocido como ‘El Chispa’.
El Diario publica en exclusiva el 26 de abril la noticia de que la excavación se ha completado esa misma madrugada. Poo San Román se encuentra al día siguiente con la euforia que emana del conducto en la parte de Yera, en Vega de Pas. “Creíamos que nos desmayábamos cuando la perforadora se hundió hasta el mismo martillo. Comenzamos a dar gritos de alegría y, ya ve usted, a pesar de la longitud del túnel, a los dos minutos ya se sabía en la boca”, le relatan los obreros, exultantes, al redactor.
Hasta una jota
“La que se organizó no es para dicho. A través del boquete abierto pudimos establecer comunicación con los de la zona de Burgos”, explican los operarios. “Hasta una jota hemos sacado ya, mire”, y le cantan al reportero: “Tierruca de la Montaña / si dudabas ya lo ves / perforado está el Engaña / y lo ha hecho Portolés”. La constructora Portolés y Compañía es de Zaragoza y, aunque la mayoría de los trabajadores son andaluces, extremeños, conquenses y murcianos, los hay también maños y de otras regiones.
Pese a que las condiciones laborales dentro del túnel eran penosas, la mayoría de los trabajadores, según admiten los pocos que siguen hoy vivos, no estaba descontenta con la empresa: les garantizaba un jornal que no habían encontrado en su tierra, les daba un oficio que les servía para el futuro, les permitía asistir a la escuela dos horas al día, organizaba paelladas los domingos, instaló cantina, sala de cine, y la clínica donde, además de a los numerosos heridos, se atendía a las familias y se asistían los partos. Y, cada 12 de octubre, desde 1950, para honrar a su patrona, la Virgen del Pilar, la compañía organizaba una fiesta por todo lo alto con pasacalles, bailes, verbenas, actuaciones musicales y de variedades, novilladas, partidos de fútbol y competiciones varias.
Puede que la vida de los obreros mejorara con la llegada de Portolés y Compañía en relación con la precariedad en la que se trabajaba en tiempos de la anterior concesionaria, Ferrocarriles y Construcciones ABC, pero la horadación del túnel era una labor calamitosa. Los turnos, que inicialmente eran de ocho horas, se ampliaron a doce para acelear el ritmo de avance y, además, cambiaban cada medio mes: de ocho de la mañana a ocho de la tarde en una quincena y de ocho de la tarde a ocho de la mañana en la siguiente.
Polvo y humedad
“En 1951, cuando yo entré, no había mascarillas y se barrenaba en seco. Del polvo que se formaba, no distinguías ni al que tenías al lado. Pero en dos o tres años fue mejor la cosa, cuando trajeron martillos neumáticos con inyección de agua”, recuerda Manolo Mateos Giménez, que, procedente de Granada, trabajó siete años como palista y barrenero en la boca sur y hoy tiene 76 años. Dentro del túnel, la temperatura era muy alta y el contraste a la salida era fatal. “Ahí dentro había bastante bochorno, pero salías calado de agua a tope y te metían en el remolque de un camión de hierro y así, al descubierto, te bajaban hasta Pedrosa, con un frío terrible”. A Manolo ni siquiera le quedaba el consuelo de pensar en una ducha caliente y reparadora mientras recorría, aterido, los cinco kilómetros hasta el pueblo. Vivía en el hoy todavía llamado patio andaluz, donde las casas no disponían de agua. Tenía que conformarse con la fuente central y lavarse como podía a temperatura ambiente.
Cuando Poo San Román realizó su reportaje sobre el terreno, en 1959, ya había tubos de ventilación extendidos a lo largo de todo el túnel y aspiradores que absorbían el polvo, pero, incluso con esos adelantos, el ambiente era “espeso, asfixiante, pegajoso” y el ruido, “ensordecedor”, por el rugido de los compresores, la estridencia de los martillos neumáticos y el estruendo de las grúas que cargaban las rocas de la destroza en las vagonetas y de las máquinas diésel que arrastraban esos cajones. Y cada cierto tiempo, estremecían las “espantosas detonaciones” de los barrenos.
El trajín de maquinaria y obreros, la irregularidad del piso, lleno de estorbos y cruzado por los raíles para las vagonetas, los baches encharcados, la evaporación de la humedad y las altas temperaturas convertían en “casi irresistible” la permanencia bajo la mole de la Cordillera Cantábrica para quienes no estaban habituados a esa reclusión.
Funeral en vez de festejos
El 26 de abril, sin embargo, la alegría contagió a todos los hombres que permanecían en las obras. Y la buena nueva de que se había horadado el túnel se propagó por el pueblo de Vega de Pas cuando llegó la edición de El Diario Montañés. El cura, Manuel Ruiz, consintió en que se voltearan las campanas de la iglesia y los comerciantes lanzaron decenas de cohetes. Se habían excavado 3.476 metros desde la boca sur y 3.500 metros desde la boca norte.
Sólo unos días después de que se calara el túnel, otro periodista se adentró en la galería y encontró un sentimiento colectivo bien distinto al que dejó Poo San Román. José Medina Gómez se había desplazado desde Madrid para cubrir los actos de celebración previstos para el 1 de mayo, pero la víspera se topó con otra realidad: el optimismo había dado paso a la pesadumbre por la muerte de un compañero cuando ya nadie lo esperaba, el 30 de abril. El enviado especial publicó su crónica el 9 de mayo en la revista Blanco y Negro.
“Dante no estuvo en el túnel de La Engaña, de estar lo hubiera utilizado como elemento descriptivo. El calor, el ruido estremecedor de las máquinas -grúas perforadoras, vagonetas, trenes eléctricos-, la luz velada por el polvo, los cuerpos manchados, la conciencia del peligro que puede presentarse en cualquier momento con el desprendimiento de bloques de piedra ponían una nota semifantástica en el ambiente. Pesaba en todos los ánimos la muerte reciente del compañero, y el repiqueteo de las barrenas que abren sitio a los cartuchos de dinamita era como el coro angustioso y angustiado de la circunstancia del túnel”, escribe Medina.
Al día siguiente no hubo festejos, sino exequias. El poblado obrero de La Engaña, en Vega de Pas, despidió al peón Amador Vilches. El reportero es testigo directo de lo que relata: “Ronda un silencio de muerte. Los trabajadores escoltan al compañero caído desde el hospital a la iglesia donde se celebra un funeral por su alma. Los hombres rudos, jactanciosos, incrédulos se arrodillan cuando el sacerdote eleva la Hostia Santa e imparte la bendición. Es una escena emocionante”. La ceremonia de la inauguración del túnel se aplazó al 8 de mayo.
Hazaña estéril
Hay un cierto baile de fechas sobre el momento en que se encontraron las brigadas que se abrían paso desde Burgos y desde Cantabria, y ello tiene que ver con lo que se entienda por perforación, es decir, con el tamaño del orificio. Los últimos metros de roca se dinamitaron con tiento para no hacer volar por los aires a los compañeros, aún invisibles, que se encontraban al otro lado. Según las crónicas de El Diario Montañés, pasadas las ocho de la mañana del domingo 26 de abril, se taladró un pequeño agujero por el que pudieron comunicarse los obreros de Vega de Pas con los de Valdeporres, tal y como concretaba en su edición del día 28. En realidad, El Diario se adelantó en unas horas a la noticia, ya que salía con la exclusiva el mismo 26. Todavía se explosionaron decenas de cartuchos ese día y el siguiente.
A mediodía del miércoles, 29 de abril, el túnel quedó “perforado definitivamente”, con un boquete lo bastante grande para que pasaran por él, desde la zona burgalesa a la cántabra, el ingeniero del Estado encargado de la Jefatura de Ferrocarriles, Joaquín Bellido; el ingeniero director de Portolés y Cía, Joaquín Gallego; y el director gerente de la constructora, Carlos Portolés. Y detrás de ellos, numerosos familiares de los obreros que querían compartir con ellos esa emoción. Pero todavía se reservó al director general de Ferrocarriles, Lorenzo Ochando, su momento triunfal. A las dos menos veinte de la tarde del 8 de mayo de 1959, pulsó el botón que hizo explosionar la carga de dinamita preparada para la ocasión, y la abertura pasó a tener un diámetro de dos metros.
La inesperada muerte de Vilches por un desprendimiento de rocas, cuando ya sólo quedaba ensanchar, trajo a los obreros el recuerdo de los anteriores fallecimientos por la caída de lisos, y les devolvió a la realidad del incesante goteo de heridos y enfermos. Todo lo que se dejaron en aquella obra contribuyó a colmarles de satisfacción el día en que por fin acabaron el túnel. Sentían que habían conseguido algo grande, sin precedentes en España, y ni se les cruzaba por la cabeza la posibilidad de que el tren nunca llegara a circular bajo esa bóveda.
Aquellos hombres estaban orgullosos de su hazaña. “Un rato más tarde, entre nosotros y algunos más de la destroza, dimos cuenta de seis botellas de coñac con que nos obsequió la empresa. Los gritos y las canciones nos acompañaron durante todo el día, porque había muchos que decían que esto no se terminaba, ¿sabe?”, le contaban, entusiasmados, los obreros de la brigada afortunada al periodista de El Diario. Con o sin sentido, útil o estéril, lo suyo y lo de los cientos de trabajadores que rotaron en las obras del túnel fue una proeza.