La hamburguesa nunca se pasa de moda, es increíble. El filete ruso de nuestras madres –las de los ya cincuentones–, con especies y un pan especial, hizo furor en nuestro país en aquellos años en los que el pantalón vaquero llegaba desde los Estados Unidos, aunque lo fabricasen en Reus. Mediados los años setenta proliferaron las hamburgueserías de marca en las principales capitales del país. Con nombres anglosajones, mucha grasa y servida la carne junto a bebidas refrescantes con pajita y en vaso de plástico –como ahora– estos establecimientos embelesaron a los jóvenes que querían cenar rápido para ir cuanto antes a la discoteca a mover el esqueleto. Pasaron algunos años y se empezaron a abrir pequeños baretos donde se mejoró considerablemente el producto –recuerden por ejemplo los santanderinos la freiduría Manolo, en la calle Guevara– y se pusieron también de moda las patatas congeladas que, con abundante de sal, acompañaban a la carne picada, siempre con sus salsas y sus complementos: tomate, lechuga, cebolla, pepinillo, beicon, queso, huevo…
Más tarde, empezó la dura competencia entre la hamburguesa y la pizza, con resultados iguales para una y otra.
Y cuando yo pensaba que los ‘cien montaditos’, los pinchos a un euro, las tortillas de patatas de todos los tipos y la vuelta a la dieta mediterránea arrinconaban al producto típico americano, veo que no, que la hamburguesa vuelve a coger impulso.
Dos ejemplos: En la carnicería Antón, en la calle del Cubo, Tomi vende unas minihamburguesas espectaculares: mexicanas, con parmesano, foie, jamón y queso y boletus, entre otros. Y unos pasos más allá, en la panadería de la calle La Enseñanza, se pueden adquirir los bollitos de pan de colores para atrapar la hamburguer. Panes rojos, amarillos, verdes y negros. De tomate, curri y chipirón… En La Despensa, en Cañadío, superan el sobresaliente. Lleva unos días cerrado por reforma, me dicen unos amigos. Y me recomienda mi compañera Adela Sanz el Nobrac, nuevo en el Río de la Pila.