No es que ande uno obsesionado con ver el futuro, pero el viernes en el concierto de Nacho Vegas en Escenario Santander andaba yo echándole disimuladamente el ojo a la lista de canciones del técnico de sonido, cuando me sorprendió que, de improviso, la numeración saltara del doce al catorce. Vamos, que lo del doce más uno no era sólo una excentricidad de Ángel Nieto, sino que hasta entre los hijos del rockandroll –bienvenidos– sigue vigente eso tan añejo del mal fario y las supersticiones.
Cada uno, por supuesto, cree en lo que le da la gana, que ya dicen en las películas que esto es un país libre, pero después no nos extrañemos de que nos luzca el pelo como nos luce, con videntes que no dan una en la televisión nocturna y venerables sabios africanos que lo mismo te quitan un mal de ojo que te venden viagra de rinoceronte. Crédulos.
Hasta que caí en la cuenta de que tengo en la terraza ‘la planta del dinero’ desde hace un par de años. En concreto, desde que la trajo mi mujer y ella, que detesta todo lo que viva en una maceta, se empeñó en replantarla, abonarla y mimarla como yo nunca hubiera soñado que hiciera conmigo mismo.
Al parecer, una vez que te la regalen –porque tiene que ser un regalo; si no, no funciona–, tu bonanza económica corre pareja con la salud de la planta: si crece y se pone lustrosa, le ocurrirá lo mismo a tu cuenta corriente. Así, como se seque… No es mala estrategia de supervivencia, no: unos vegetales adquieren colores amenazantes, otros producen veneno o espinas… Esta especie es mucho más refinada: crea una superstición, una leyenda urbana que la convierte en el ser más consentido de toda la casa. Pura maña.
Y el caso es que es la planta es más bien feúcha y deslucida, tirando a poca cosa. Vamos, que no es precisamente la reina del reino vegetal, ni mucho menos. Pero en cuanto supe de sus mágicos poderes pecuniarios, me asaltó como un fogonazo el recuerdo de mi padre cada vez que, de críos, le pedíamos pasta. «Pero, ¿qué te crees, chaval, que el dinero crece en los árboles?», nos soltaba. Inapelable. Aunque yo, que ya era de imaginación calenturienta, empezaba a imaginarme que en algún país tropical había palmeras majestuosas que en lugar de dátiles o plátanos producían billetes verdes y morados.
Tras dos años de trabajo de campo, aún no sé si lo del dinero funciona realmente o no; quiero decir que rico no me he hecho, pero el otro día me encontré un billete de veinte euros en una chaqueta vieja. ¿Será cosa de la plantita?
Aunque para mí esta ni es la planta del dinero ni es ná… Lo que yo de verdad quiero encontrar son los árboles ésos de mi padre donde crecen los billetes. Una plantación entera, vamos.