Dicen que las hipotecas sólo te dan dos alegrías: la primera, el día que las firmas, y la segunda, el día que terminas de pagarlas. Aunque nunca falta algún espabilado que, en lugar verlas como una condena a treinta años y un día, las conciben como las crisis de los ‘coaches’: como una oportunidad… de hacer dinero fácil, claro. Y para esto hay dos caminos: el legal, y el otro. El primero, el del inversor avispado – comprar barato, vender caro, jugar con la carencia y especular sin escrúpulos–, ya vimos en 2008 cómo acaba: con burbujas explotando. Del otro, el de los fuera de la ley, sabemos bastante menos. Y es que ¿quién iba a pensar que era posible engañar a los bancos? Sobre todo, cuando tenemos tan asumido que lo inevitable es que te ‘engañen’ ellos a ti.
Hace unos años, el anarquista Lucio Urtubia, que en los setenta puso en jaque al Citybank falsificando cheques de viaje por valor de veinte millones de dólares de la época, declaró que «Robar a un banco es un honor y un placer». Es más, en lugar de «robar», él hablaba de «expropiar». Obviamente, los bancos no son de la misma opinión. Ni los jueces, claro. Urtubia, que al final sólo pasó seis meses a la sombra, ni siquiera se quedaba el dinero, sino que servía para financiar esa revolución social que no llegó nunca.
Pero no todos los ladrones de bancos son precisamente Robin Hood; lo acabamos de comprobar hace un par de días, cuando la benemérita ha desarticulado una banda mínima –una madre y su hijo; de Laredo y de Bárcena de Cícero, por más señas– que se las había ingeniado para estafar a varios bancos falseando los valores de venta de pisos. Por supuesto que no vamos a aplaudir sus fechorías, pero hay que reconocer que conseguir dársela con queso a la banca tiene su mérito. Mucho mérito. Hay más seguridad en sus operaciones que en los controles de los aeropuertos norteamericanos, aparte de que te inspeccionan como si fueras a casarte con sus hijos, y no les parecieras buen partido. Y esta mujer y su hijo, sin embargo, lo consiguieron. Y no una, sino quince veces. Increíble.
Claro que, de buenos ladrones, nada de nada. No sabemos si luego lo echarían todo en el cepillo de las limosnas, pero al inflar el precio de venta, al final acababan echando a los vendedores a los leones –perdón, a Hacienda–, y como utilizaban testaferros, los seis mil euros que les pasaban bajo cuerda se quedan en calderilla comparada con la deuda que adquirían con unos bancos a los que no les hace ninguna gracia la dación en pago.
Porque, si sólo hubieran tangado a bancos, no habría juez en el mundo severo con ellos. Bueno, sí: los quince del Supremo que el martes votaron a favor de la banca.