A mi amiga Cristina le han robado un libro del escaparate de la librería. Y no es que fuera muy caro ni una gran pérdida –era el último de Paulo Coelho, imaginen–, pero el caso es que lo echó en falta, y al repasar las grabaciones de la cámara de seguridad descubrió al pícaro que se lo había llevado al descuido.
Hace unos años, los libreros solían tomarse esas sisas con bastante resignación; a fin de cuentas, los que guindaban una novela solían ser estudiantes más tiesos que la mojama, que la querían con la inocente intención de leerla. De hecho, algunos hasta las devolvían una vez terminadas, como mi compañera Sole, todo un ingenio costurero con el doble fondo de los abrigos.
Hoy día, sin embargo, si alguien te levanta un libro, enseguida sospechan que no es para leerlo. Ni consumo propio ni mucho menos; los libros llegan casi al mismo tiempo a las bibliotecas –cuando la crisis lo permite–, y en realidad el ‘crimen’ es más virtual que físico, porque es mucho más fácil, y hasta entretenido, robar un libro digital que uno en papel. De hecho, habría que inventar un término como el tsundoku –así llaman los japoneses a esa costumbre, tan cercana al síndrome de Diógenes, de acumular montañas y montañas de libros sin leer– para la manía actual de llenar discos duros con libros, películas y discos digitalizados que nunca llegaremos a disfrutar, simplemente porque no hay horas suficientes en la vida para leerlo, escucharlo y verlo todo.
Pero mi amiga la librera no se puso a filosofar sobre la crisis del papel, sino que se fue directa a la policía con la grabación del robo, o hurto, o como sea que le llamen a eso de llevarte lo que no es tuyo. Tremendo error. Porque en cuanto lo vio un guardia civil reconoció al ladrón literario de Maliaño, y la cosa, en lugar de en el cuartelillo, acabó en el juzgado de paz.
Y allí tuvo que presentarse Cristina, acongojada por una citación que poco menos que la amenazaba con las penas del infierno si no comparecía. Toda una mañana perdida en el juzgado, porque la cosa pública va siempre con retraso, y todo para escuchar cómo el acusado aseguraba que ese de la grabación no era él. Que todos tenemos por lo menos siete dobles y que el que se llevó el libro debía de ser uno de ellos.
Yo no sé lo que haría don Paulo con una historia como esta, si le daría para una novela con esas frases tan sentidas que colapsan las redes sociales. Pero lo cierto es que la librera perdió los diecisiete euros del libro –porque el tipo era insolvente, por supuesto– y, de propina, una mañana de trabajo. Espero que, por lo menos, el juez condene al mangui a leer el libro. Ya verás cómo no vuelve a robar Coelhos.