Algo sucede con la justicia cuando las decisiones judiciales y el sentir popular toman caminos no ya distintos, sino radicalmente enfrentados. La puesta en libertad provisional estos días de los reos condenados tristemente conocidos como ‘la manada’ no sólo provoca una más que comprensible alarma social, sino una fractura entre nuestra sociedad y su poder judicial, cuya decisión resulta difícil no ya sólo justificar, sino incluso comprender.
La controvertida decisión viene a refrendar esa idea popular de que en nuestro país los delincuentes entran por una puerta y salen por otra. Una sensación agrandada en los últimos tiempos, cuando veíamos salir alegremente de prisión a los Ratos, Bárcenas y demás celebridades de la corrupción, y a otros que ni siquiera veían los barrotes ni de lejos, como Iñaki Urdangarín.
Por supuesto que los ciudadanos, así tomados de uno en uno, no tenemos ni idea de leyes, y si ya nos cuesta distinguir entre presuntos y culpables, como para que entendamos la diferencia entre sentencias firmes y recurribles. Pero por muy ajustadas a derecho que resulten algunas libertades provisionales, cuando la inmensa mayoría de españoles se siente personalmente ofendido por ver a ciertas personas en la calle –por sus culpas probadas, obviamente–, resulta evidente que sufrimos un problema grave: o bien nadie se ha molestado en explicarnos cómo funciona nuestro estado de derecho, o es que las reglas de juego no nos gustan en absoluto.
Partimos de la certeza casi absoluta de que a todos nos gusta nuestro sistema garantista, ese espíritu por el que se prefiere que ningún inocente sufra la menor injusticia, aunque sea a costa de que, de cuando en cuando, algún culpable se libre del castigo. Ningún sistema es perfecto, claro está, pero para tomar partido por la presunción de inocencia sólo hace falta ponerse en la piel de algún falso culpable, como le ocurrió a Dolores Vázquez en el caso Wanninkhof: ni siquiera cuando se demostró su inocencia pudo lavar su imagen, destrozada ya para siempre por los juicios paralelos. Antes, claro, era más sencillo, porque todo el mundo había leído ‘El conde de Montecristo’, o más o menos sabía de qué trata ‘El crimen de Cuenca’.
Sin embargo, la libertad concedida a estos delincuentes parece ir mucho más allá de cualquier presunción de inocencia, por mucho que estén pendientes de un recurso ante el Tribunal Supremo –es decir, que todavía existen posibilidades de que salgan absueltos–. Más que en tecnicismos, en qué punto una sentencia es firme o debe efectivamente cumplirse, a los ciudadanos nos gustaría que las leyes se ajustaran a la sensibilidad colectiva; a fin de cuentas, no son verdades inamovibles sino un reflejo de las sociedad que las promulga.
Seguramente, nuestra ignorancia es infinita, pero si a la mayoría de ciudadanos nos indigna ver en libertad a ‘la manada’, tal vez sería el momento de replantearse nuestro sistema O, al menos, que alguien nos lo explique bien, sin perderse en jergas y oscurantismo.