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Javier Menéndez Llamazares

Llamazares en su tinta

5690 GBZ

Desde comienzos del siglo pasado sabemos que un vehículo a toda velocidad es mucho más hermoso que la Victoria de Samotracia. O eso afirmaba Filippo Tommaso Marinetti en su celebrado ‘Manifiesto futurista’. Pero han pasado ya cien años, y aunque el arte sigue siendo envuelto en su espiral de feísmo, los coches sin embargo se vuelven cada vez más hermosos. Hasta el punto de que algunos son verdaderas obras de arte, que merecerían un espacio en los museos y quizás una nueva categoría, entre la escultura y la ‘poetry in motion’ que cantaba un cursi llamado Johnny Tillotson.

Uno se imagina que los primeros coches causarían la misma impresión que aquellos caballos de los conquistadores de América, cuando los indígenas fabulaban que eran una especie de centauros, mitad bestia, mitad hombre. Esa reverencia tal vez haya desaparecido, pero sin embargo hemos sabido encontrar una parte humana a los vehículos, a los que no sólo vemos tan sólo máquinas, sin o que proyectamos sobre ellos una buena cantidad de sentimientos, hasta humanizarlos.

Los vemos como amigos, como fieles escuderos, o incluso como novias esquivas, como hijos pródigos, que nos vacían el bolsillo pero a los que no sabemos negar ningún capricho. Para algunos se convierten incluso en miembros de la familia. A mi padre, por ejemplo, le gustaba poner nombre a sus coches; tal vez porque en aquella época se llevaba la fría numeración del mundo industrial. A su R-18 lo bautizó como ‘Heliodoro’, y en los largos viajes de la infancia le jaleábamos cuando le costaba subir los repechos de aquellas interminables carreteras de los setenta.

Yo acabaría heredando aquella costumbre, y a mi primer coche nunca el llamé ‘el Catorce Treinta’, sino ’Gerónimo’, porque su motor destartalado bramaba como una tribu que hubiera desenterrado el hacha de guerra.

Ese amor irracional por un ente en apariencia inanimado –«eppur si muove», que decía aquel– no era, ni mucho menos, un invento de mi padre. Manuel Vilas, que es un rockero disfrazado de poeta, y viceversa, escribió hace unos años una de las más hermosas elegías de nuestra lengua, dedicada a su querido HU-4091-L, el día que se lo llevaban al desguace. «Adiós, hermano mío», se despide, «te he querido», en unos versos que probablemente los adolescentes del futuro estudiarán en el bachillerato, para entender cómo era el mundo de sus antepasados de la era postindustrial.

Mi padre, como Vilas, cada vez que despedía a un coche echaba una lagrimita. Pero al que le ha tocado decir adiós estos días ha sido a mí. Mi Garbanzo –5690-GBZ, un Prius al que amé sin mesura– se ha ido para siempre, víctima de una infidelidad o una imprudencia: ya avisa la sabiduría popular de que algunas cosas no se prestan. Y menos, a tu hijo adolescente. Toca mirar adelante, pero al verle arrastrado por la grúa, con su morro arrugado, sólo recordaba cuando me decía, como en los versos que Vilas toma prestados de Homero: «Hermano, qué bien conduces, eres el mejor de los hombres. Y tú de los coches. Que el desguace te sea leve.

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Blog del escritor Javier Menéndez Llamazares en El Diario Montañés

Sobre el autor

Desde 2009 escribo en El Diario Montañés sobre literatura, música, cultura digital, el Racing y lo que me dejen... Además, he publicado novelas, libros de cuentos y artículos y un poemario, aparte de cientos de páginas en prensa y revistas. También me ocupé de Flic!, la Feria del Libro Independiente en Cantabria. www.jmll.es

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