Por muchos hechos diferenciales que se quieran buscar, lo que siempre acabamos encontrando son similitudes entre los españoles, sean del norte o del sur, del este o del oeste, del centro o de la periferia o, sobre todo, del Barça o del Madrid. Porque aunque en apariencia puedan resultar muy diferentes, en el fondo se parecen terriblemente.
Siempre se ha dicho que la envidia es nuestro deporte nacional, y aunque la idea no ande muy desencaminada, nuestra verdadera especialidad es otra: chinchar al prójimo. Ese ‘jódete y baila’ es santo y seña de todos los españoles, más allá de origen regional, simpatías políticas o tendencias independentistas.
Y eso que ‘chinchar’ no es resulta un término demasiado bien ponderado. La Real Academia, por ejemplo, no se explaya nada en sus definiciones: molestar, fastidiar. Tan parca descripción se queda cortísima para una actividad practicada con pasión e intensidad por todos los hablantes de nuestra lengua. Porque aprendemos a chinchar desde pequeños, en la escuela o en la calle, pasando por las narices a los demás aquello lo que disfrutamos y ellos carecen, recordándoles lo que han hecho mal o simplemente provocando su envidia, generalmente malsana. Luego crecemos y seguimos chinchando, vacilando de novias, de ligues, de curro, de lo que sea. Hasta de que los nuestros han ganado las elecciones, y los tuyos no.
En el lenguaje de la calle, ‘picar’, que es la actividad de los ‘picoteros’, que van hurgando en heridas que a veces no es posible rascar. La contrapartida sería ‘picarse’, que es lo que hacen las víctimas de los chinchosos, y se convierten en ‘picajosos’. Un auténtico entretenimiento que nos ocupa media vida y, para bien o para mal, nos distrae de las pequeñas y grandes miserias de este mundo.
Esta semana, sin ir más lejos, media España futbolística ha chinchado de lo lindo a la otra mitad, cuando a los culés se les ocurrió hacer un Emery en Roma. Batacazo épico que en clave local vino a demostrar que el Racing no tiene el monopolio de las papardas, pero en clave planetaria –porque el bipartidismo ibérico parece haberse extendido ya a todo el ‘planeta fútbol’– supuso que todos los culés desconectaran sus teléfonos y se pasaran unas hora alejados de las redes sociales, porque lo peor de perder no son las derrotas en sí, sino el escarnio del eterno rival. Y el eterno rival puede resultar cruel hasta límites insospechados.
Claro que si el recochineo del madridismo no tuvo mesura, a punto estuvo el destino de brindar un poco de justicia poética a los sufridos barcelonistas, cuando los merengues, apenas veinticuatro horas después, rozaron el ridículo repitiendo eliminación contra pronóstico, pero esta vez en casa, que fastidia todavía más. Al final les salvó la campana, o más bien el silbato del colegiado, pero a punto estuvieron de acabar en tablas. Aunque este campeonato, por desgracia, tiene pinta de que no terminará nunca.