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‘Hazlo tú mismo’ era el lema por antonomasia de la explosión punk. Y la filosofía que a finales del siglo pasado guio al joven Paolo Angeli, cuando todos los lutieres del mundo le repetían, uno tras otro, que su idea de ‘tunear’ una guitarra sarda era sencillamente imposible. Con motores de walkman, vibradores de móviles y hasta cables de bicicleta conseguió fabricar su instrumento, «alta tecnología –bromea–; mi guitarra es bastante punk», un prodigio que llegó a maravillar al mismísimo Pat Metheny, que acabaría por convertirse en el mecenas particular de un músico singular cuya última parada –vía el Carnegie Hall neoyorkino– sería el viernes 23, junto a la bahía santanderina.
Electrizados salíamos los espectadores de la Escuela de Náutica. Caras de satisfacción y sorpresa grata, por mucho que Angeli se hubiera hartado de repetir sobre el escenario que lo suyo «no era para todos los públicos», que apostaba por lo difícil. «Ya sé que hago música rara», llegó a afirmar, sin rastro de ironía en su gesto. Atrás quedaba hora y media de experimentación sonora, en una arrolladora mixtura de sonidos centenarios y rabiosamente actuales, de vanguardia y canciones populares, de ecos del Mediterráneo y devaneos entre la tecnología y el clasicismo.
Pero si Paolo Angeli es un genio produciendo música, no lo es menos contando historias. Bendecido con el don de la palabra, al final uno no sabe si prefiere que toque o que hable. Ya desde la introducción apeló a la empatía: el recinto no podía resultar más evocador para un piloto náutico titulado, que en el tercer curso de la ingeniería sintió la llamada de la vocación, y en lugar de ejercer la profesión se matriculó en etnomusicología. «Por eso llevo esta camiseta de marinero», comentó con una sonrisa en un perfecto castellano, señalando las rayas bretonas azules y blancas de su telnyashka.
«Quiero que este concierto sea un viaje», advirtió desde el principio; aunque cuenta con más de cinco horas de repertorio, prefería improvisar, y que el desarrollo de la velada marcara qué habría de arrancarle al instrumento que, por el momento, definió tan sólo como ‘guitarra’: «como en los aeropuertos, para que no me pare la guardia civil». Un llamativo aparato, con decenas de botones, pica y doble clavijero.
Y entonces se obró la magia. De su ‘guitarra da gamba’ brotaban variaciones y fraseos, pero también sonidos ambientales, dobles y triples melodías, y hasta percusiones impensables. Afinando sobre la marcha, como un artista de música electrónica, pasaba del pizzicato al arco, del rasgueo a la agresión directa sobre las cuerdas. Con sus pies descalzos, una increíble martillería pianística producía los bajos, que llegaron a deslizarse sobre plásticos para redondear la atmósfera en los momentos más inquietantes.
Hasta que toda esa improvisación se va transformando, poco a poco, en piezas reconocibles, que incluso canta: ‘Mi-la’, una serenata dieciochesca de los pescadores sardos, en Cerdeña, que debe el título a las dos notas que alterna; ‘Blu di Prussia’, con ecos de gaita; ‘Stabat mater’, un canto de semana santa, o la ‘Corsicana’ que dedica a los que sufren el drama de la emigración, porque «de los encuentros nace siempre belleza».
A la hora y media se despide, ovacionado por el público en pie. Algunos cogen sus paraguas, pero la mayoría sigue aplaudiendo. Cuando vuelve al escenario, en lugar de reverencias se pone la palma de la mano en la mejilla, como un resonador, y empieza a cantar. A capella. Sin dejar el canto, retoma la guitarra y ya nadie se mueve; hasta los que estaban ya en la puerta se olvidan del resto del mundo.
El inesperado bis sería ‘Porto Flavia’, compuesta en homenaje a Paco de Lucía. Una enorme descarga de energía que dejó en nada la tormenta que caía sobre Santander.