Cierto que eso de la velocidad hay que dejárselo a los privilegiados de los circuitos, pero si realmente desde el gobierno les preocupase cuánto apretamos el acelerador, ya habrían limitado por ley los motores, y asunto resuelto.
Aunque todavía estemos en cuaresma, la DGT ya ha pensado cómo hacernos la pascua. Al menos, a todos esos alocados conductores que se atrevan a sobrepasar los límites de velocidad, siquiera en un par de kilómetros por hora.
Y es que nada menos que treinta radares treinta acecharán a los amigos de la velocidad en las carreteras la próxima Semana Santa, que parece ser que no es sólo tiempo de fervor religioso, sino un momento tan bueno como cualquier otro para contribuir a reforzar las siempre menguadas arcas del estado, aunque sea involuntariamente y multa mediante.
Y es que, si esos catorce millones de desplazamientos suponen una tentación para cualquier emprendedor o incluso pícaro, ¿cómo iban a desaprovecharlos desde Tráfico? No ha trascendido cuánto han costado, pero si en 2016 la DGT recaudó más de ciento sesenta millones de euros y lo celebró instando sesenta aparatos más, 2018 puede ser de récord… Es evidente que los radares son un sector en alza, tanto, que si lo llega a intuir a tiempo Miguelín, el más avispado de mi barrio, en vez de poner tragaperras por los bares hubiera puesto radares en las esquinas, y a estas alturas se habría hecho de oro.
Cierto que eso de la velocidad hay que dejárselo a los privilegiados de los circuitos, pero si realmente desde el gobierno les preocupase cuánto apretamos el acelerador, ya habrían limitado por ley los motores, y asunto resuelto. Técnicamente no debe ser tan complicado; lo que a lo mejor no resulta es tan rentable, claro. Aparte de que la industria del automóvil debe ser mucho peor enemigo que la masa de conductores, que simplemente pagamos y callamos, como si no nos diéramos cuenta de que la seguridad de los vehículos y las técnicas de construcción de carreteras han evolucionado –por no hablar del importe de las multas–, pero los límites de velocidad siguen anclados en valores del siglo pasado.
Lo más curioso del asunto es que desde Tráfico aseguran que pondrán los radares en tramos peligrosos, bien escondidos detrás de los quitamiedos, para que nadie los vea, no vaya a ser que reduzca la velocidad y se libre de la multa. ¡Qué gran idea, señores! ¿Que existe un tramo mal diseñado donde se repiten los accidentes? Pues en lugar de corregirlo y evitar desgracias, vamos a poner un radar… Pero no en la curva, mejor en la recta, que ahí la gente pisa más. No sólo nos ahorramos el papeleo y las obras, sino que además le sacamos una pasta. Olé. La reinvención posmoderna de los salteadores de caminos. Que viva España. Y qué viva.
Así que ahora, además de los huevos de pascua y las roscas de la abuela, habrá que añadir a la tradición los radares de Semana Santa, que para los que tenemos una torrija buena, incluso cuando no hay fiesta que la justifique, son un auténtico vía crucis.