The Man Who Killed Don Quixote 2018 133 min. Reino Unido. Dirección: Terry Gilliam.
Guion: Gilliam, Tony Grisoni. Música: Roque Baños. Fotografía: Nicola Pecorini.
Reparto: Jonathan Pryce, Adam Driver, Olga Kurylenko, Stellan Skarsgard, Joana Ribeiro, Óscar Jaenada, Jordi Mollà, Sergi López.
Género: Aventuras. Salas: Cinesa.
Se diría que El Quijote, como sucede con el amor en Cervantes, ha sido el ‘cruel carcelero’ de Terry Gilliam. Y de esas heridas se sale, sí, pero tocado de muerte, con laceraciones sin cicatrizar y la sensación de no haber sido uno mismo. Así después de ir persiguiendo con saña el sueño de adaptar la obra cervantina, de adentrarse en mil y un guiones reescritos, el paisaje solapado de épocas, intenciones, ambiciones, locuras domésticas y estampas oníricas es la única mancha (Mancha) que el cineasta de ‘12 monos’ podía parir finalmente. ‘El hombre que mató a Don Quijote’, en clave lúdica, es un máster –este sí acreditado– en obsesiones e insistentes caminos. Pero en clave artística la producción, más que el elogio de la locura que pedía, resulta ser la exaltación del disparate. Todas las buenas ideas confluyen en frustración y fracaso. Todos los intentos de un imaginario (Gilliam/Quijote) son amagos desmesurados y vulgares y teatralizadas recreaciones oníricas, diluidas en su desazón creativa. Parece que Gilliam se tomó al pie de la letra una de las prédicas del Quijote: «Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades». Pero obviando las reescrituras, los caprichos, los problemas de producción y los golpes contra la pared, qué vemos en estos 133 minutos estrenados. Pues un caótico trayecto entre la ambientación de la novela y lo contemporáneo, un continuo viaje entre la mente del personaje y la del creador, la del cineasta y la del escritor y la del cine dentro del cine. Y qué cabe en semejante duelo y juego de dualidades, contrastes y contradicciones: escenas grotescas, situaciones ridículas, algún rastro de genialidad, desmesura, barroquismo superficial, situaciones impostadas y vulgaridad en un batiburrillo que a veces provoca extrañeza, otras indiferencia y, en contadas excepciones, asombro. Como en su día Orson Welles, la quimérica adaptación ideal del cineasta de ‘Brazil’, se ha quedado en una peliculita de personajes, algunos atractivos, otros ofensivos, que se deja ver por el propio absurdo y devaneo inherente a su apuesta desordenada y errática. De las dos décadas intentando levantar el proyecto tan solo han quedado algunos apasionados ribetes de creador desesperado y huellas muy débiles de ese pálpito visual que poseía el imaginario del Gilliam de Monty Python. Todo apenas en un hilillo porque lo más lamentable es su domada y domesticada creación. Es como si todo no dependiera de los medios, sino de una timidez inusual, de una continua duda a la hora de plantear los conflictos. Porque su proyecto no es una adaptación, sino una reinterpretación a través de la historia de un anciano (excelente Jonathan Pryce) que se cree el Quijote y un joven cineasta estadounidense que intenta rodar la película sobre el personaje. Comedia alocada con perfume fantástico; fantasía de tópicos con barroquismo ornamental y desmayada nadería con ínfulas creativas. Si de sueños hablamos hubiera sido deseable que, fallida o no, esta obsesiva incursión hubiera sido más Gilliam y más Quijote. Al cabo todos combatimos cada día contra nuestros propios molinos gigantes.
Guillermo Balbona comenta la actualidad cinematográfica y los estrenos de la semana
Sobre el autor
Bilbao (1962). Licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense. Ser periodista no es una profesión, sino una condición. Y siempre un oficio sobre lo cotidiano. Cambia el formato pero la perspectiva es la misma: contar historias.