Mi olla a presión lleva en casa desde 1986. Fue un regalo de bodas que utilizo, no como algunos juegos de café que continúan vírgenes adornando la estantería del mueble principal del salón. La uso con frecuencia, pero con matices. Mi compañero y admirado David Remartínez asegura que la olla exprés es imprescindible, pero para mí rompe con muchos conceptos de lo que debe ser la cocina. Primero: la buena comida, la de nuestras abuelas, requiere tiempo y paciencia. Dos conceptos contra los que lucha este invento de acero inoxidable. El dicho popular no miente, «las prisas, para los ladrones y los malos toreros».
Cuando se cocina en un puchero a fuego lento hay posibilidad de observar cómo va la cocción de los alimentos, la cantidad de agua que lleva de más o de menos, la textura que va cogiendo el plato, su punto de sal… Se huele lo que está dentro y se revuelve de vez en cuando para mezclar en caliente un poco más los sabores.
Las alubias se ponen a remojo la noche anterior y, en frío, se dejan cocer a fuego lento: tres, cuatro horas, las que haga falta. Se ve y se toca lo que hay dentro de la cazuela. En la olla, se calcula a oído la mayoría de las veces. Es una sorpresa que, generalmente, tiene arreglo, pero nunca es igual. Una marmita de bonito hay que mimarla mucho, que no se pase la patata y que el bonito case con el guiso en los últimos segundos. Las verduras necesitan tiempo, y la exprés no lo permite. Tengo algún amigo que presume de hacer paella en la olla, pero tras catarla, desde luego que no hay color, se puede comer, pero…
En casa, la olla rápida que decía mi difunta madre, se utiliza cuando no hay tiempo suficiente para dedicarle a la cocina. Un poco para improvisar ese día de mucho trabajo. Para los amigos, con tiempo, está la ferroviaria, que tarda lo suyo pero lo borda. En fin, que la olla exprés es como un polvo en el ascensor, con perdón, para salir al paso.