Hacía tiempo que no pisaba las calles del Barrio Pesquero y no me sentaba en una mesa de alguno de los restaurantes de esta parte de la ciudad a la que muchos hombres y mujeres de Santander, alumnos de las filiales, le debemos mucho, incluso una buena educación. Recuerdo aquel Pesquero de moda de los años setenta y ochenta, y el un tanto decadente que vino después. Con la crisis desapareció alguno de los restaurantes más conocidos, y los demás aguantaron estoicamente el ‘tirón’, con esa fuerza que concede la mar a aquellos que la trabajan.
Hace unos días volví a recorrer ese casi laberíntico barrio y comí en La Chulilla, uno de los restaurantes de siempre, donde se preparan quizás las mejores albóndigas de bonito de ciudad. Y disfrute de nuevo del ambiente del barrio, con los bares a rebosar y las terrazas –el 30 de diciembre amaneció muy soleado– repletas de familias, raciones de rabas, mejillones, almejas y chipirones encebollados.
En la plazoleta a la que dan la espalda las más míticas casas de comidas del Pesquero, se amontonaban los jóvenes compartiendo cervezas, tabaco y algunas raciones para hacer más fácil el paso de la espumosa y refrescante bebida, cada vez más en uso ‘tomada a morro’. Había música enlatada en esa plaza, con sones que invitaban al baile, canciones conocidas por todos que le daban un color especial, como a la Sevilla de Los del Río, pero sin su olor a azahar.
Para los que amamos el Pesquero, aunque no naciéramos allí, volver a ver el barrio animado, con ambiente, con los bares llenos y buenas viandas sobre las mesas, nos llena de satisfacción. Comprobar que no ha perdido su encanto y que continúa siendo un lugar de referencia para pasar unos buenos momentos, hace florecer el orgullo de quiénes, durante varios años de su vida, quizás los mejores, se integraron, gracias al Bachillerato, el BUP y el COU, en la vida de éste maravilloso lugar.