No sabría decir si en la corte de las conservas de Cantabria tenemos rey o reina. Yo reconozco que soy un poco ‘british’ y que siempre me he inclinado por ‘the queen’, que para eso tiene mando en Inglaterra y en dieciséis estados independientes, que bebe te con una nube de leche a las cinco de la tarde y gin tonic a cualquier hora del día. El consorte me parece un adorno, un tipo de vida fácil, al parecer un tanto casquivana, aunque que a cualquiera nos gustaría ocupar su ‘trono’.
En Cantabria, creo, el mando en el reino conservero está bajo el bastón de la anchoa. Siempre en su poltrona desde que llegaron aquellos italianos que tanto hicieron por Santoña y los puertos de la región. Tengo claro, también, que el bonito –en aceite de oliva o en escabeche–, es el rey de nuestras latas y tarros. Y no sé si tiene mayor importancia, a la hora de hacer negocio, que su majestad la anchoa.
Sin embargo, también tengo muy claro que el primer lugar en orden sucesorio lo ocupa el relanzón, siempre en un segundo plano, a pesar de sus propiedades, su sabor y su tradición, principalmente en las villas marineras de la comarca oriental de Cantabria.
La anchoa, el bonito y el relanzón, qué gran familia real para alimentar a los pueblos que viven de cara al mar y que no quieren perder sus tradiciones, en especial a las que les preocupa esto de llenar el estómago con cosas ricas.
Pero ¿qué es el relanzón?, ¿cuáles son sus méritos?, ¿a qué viene ésta monserga?… Pues bien, hablamos de la aguja que se pesca en el Cantábrico, en otoño e invierno, y que luego, principalmente en Santoña, se envasa en aceite en octavillos o panderetas. El relanzón es un pescado azul, de aspecto alargado y picudo, con un atractivo brillo azulado, parecido al de la sardina. Su sabor es intenso, fuerte, muy de mar. Y su textura, densa y jugosa.
El relanzón tiene un precio muy económico –una lata de 250 gramos no llega a los 5 euros–, y es un auténtica delicia en ensalada o en bocadillo. Realmente bueno.