Que levante la mano el que nunca haya abierto una lata de foi gras Mina. El laterío, a mí por lo menos, me vuelve loco. Llegar por la noche a casa, tarde, sin tiempo material más que para recurrir a ‘lo colgao’ y ‘lo posao’, que dice mi amiga Fina, suele tener la gran recompensa de una latita de algo que emplatar y digerir tan ricamente, como un campeón.
Hay multitud de buenos alimentos metidos entre metal. Carnes, pescados, platos preparados…
Yo soy súper-fan de las sardinas picantonas de Albo, que mantienen su sabor de toda la vida. Cuando abro una lata de este gran manjar de nuestros mares veo con alucinación que esta marca comercial sigue manteniendo al fondo del envase un trozo de pepinillo y otro de pimiento rojo, clonizados de por vida. Tienen el mismo tamaño y el mismo grosor desde la primera lata. Es increíble. Me encantan las picantonas.
También soy ferviente adulador de los mejillones en escabeche. Engullí unos cuantos kilos en bocadillo en mi año y poco como militar involuntario. Me sigue fascinando el olor que desprenden cuando se retira la tapa y se emplatan. Y me sigue fascinando que, con el paso de los años, continuo manchándome con esa salsa de vinagre de color naranja que luego no hay cabrón que la quite de la camisa. Las anchoas las como en la cabeza de un tiñoso, las buenas…, las malas ni en plato de plata. Me priva hacer barquitos en el aceite refinado y me fastidia que algunos buenos amigos sigan empeñados en servirlas con ajitos o sobre un manto de pimiento rojo.
El bonito…, para ensalada. Pero los cogotes y la ventresca me parecen un auténtico manjar para acompañar con un trozo de pan. Me he vuelto un poco exquisito y cada vez que voy a Cádiz me traigo un carretón de melva canutera.
Me empiezan a aburrir un poco las aceitunas, aunque las negras me siguen molando. A veces las aliño con ajo bien picadito, aceite y pimentón picante. De órdago.