Desde el principio, siendo todavía un niño, supe que sería el gran amor de mi vida y que nuestra relación duraría eternamente. Hoy, cincuenta años después, seguimos juntos, viéndonos íntimamente una o dos veces por semana. Sin ocultar nada, faltaría más. Comencé a filtrear con él muy pronto. Me sedujo su sabor salado y el moreno de sus carnes. Los primeros escarceos fueron con finas lonchas del que llamaban por entonces serrano y que se adquiría en la tienda de abajo de casa o en el economato de la Renfe. Jamón de no muy buena calidad, pero muy recomendado para primerizos. Con el paso de los años llegaron el de cebo, recebo y bellota. Carnes exquisitas con tocino entreverado con colesterol del bueno. Y más de treinta años después, continúa nuestro idilio. Bien es cierto que ya no existe esa pasión del principio, cuando había que probar lo antes posible las finas lonchas cortadas a cuchillo de jamones de Guijuelo, La Alberca, Jabugo o Extremadura, pero por navidad no me meto en la cama sin que le haya echado el diente a un pernil traído unos días antes desde Cáceres.
Sin embargo, y a pesar de esa imagen de matrimonio perfecto, al jamón se la pego con mucha frecuencia con el salchichón y la mortadela. Con el primero experimento nuevas sensaciones cada vez que lo meto en la boca. Es mucho más canalla que mi adorado jamón. Tiene grasa y pimienta entre sus carnes, y es difícil resistirse a sus encantos. Se positivamente que nuestra relación nunca llegará a puerto alguno y que no es bueno para mi salud, pero la verdad es que no puedo decirle no a un buen plato de colesterol con la mirada sensual puesta en mí entre trozos de pan y picos jerezanos.
La mortadela es otra cosa. Es una jovencita fresca, que comienza a despuntar. Salada y rosadita ella, te hace rejuvenecer en cada encuentro. También es una flor de las de ‘vez en cuando’, pero el verdadero amor tiene forma de pata.