Aunque no soy un tipo muy apegado a la saludable dieta de nuestras frescas y mediterráneas verduras, hay dos por las que tengo especial afecto. La primera es la alcachofa: de lata. Cuando uno hacía el tonto por estas fechas por los pubes y bares de Santander y la última copa no era nunca la última, sino la penúltima, las primeras horas de la mañana siguiente se hacían muy duras, demasiado. Cada ‘castaña’, que no borracho, tenía su propia fórmula para superar el incómodo clavo de la resaca. Yo casi siempre libraba el trance con un desayuno a base de alcachofas frías con mayonesa. Antes de salir de marcha tenía siempre la precaución de dejar la lata en la nevera para después de dormir, hacer un pis y desesperezarme, estuvieran en su punto.
A las alcachofas con mayonesa siempre llevo asociados los saltos de esquí del 1 de enero –qué bien les sienta el mono de nieve a las esquiadoras nórdicas– y al concierto de Año Nuevo, al que siempre llego tarde, por cierto. ¡Ah! y al resumen de la gala especial de TVE en la 1, que sin Martes y Trece y con tanto revival es una auténtica porquería. Pues eso…, primer día del año, en la cama, con el estómago revuelto –el dolor de cabeza, lo tengo experimentado, es por el tabaco– el desayuno de alcachofas con mayonesa es recomendable. Por lo menos a este menda le resultaba reconstituyente.
Otra de las verduras por las que tengo mucha devoción es la judía verde. Y eso que, de niño, odiaba esas vainas cocidas que me ponía mi tía Elvira, durante muchos veranos de bienvenida en el cuartel de la Guardia Civil de Castro Urdiales donde servía su bigotudo marido. Y si no las querías para comer, pues para cenar. Menos mal que uno tenía coraje y aguantaba el hambre estoicamente, a sabiendas de que a las 24 horas de no probar bocado mi tía se ablandaba y me cambiaba el menú. Hoy, las judías me gustan con sofrito de ajo y pimentón o con tomate. Eso sí…, lejos de cualquier cuartel.