A la guardia civil no le gustan los besos. Y si no, que le pregunten a Vanesa Viéitez, la joven gallega a la que un beso de su novio mientras conducía le ha salido por ochenta euros. Y eso que sólo fue en la mejilla, que a saber cómo estará cotizado uno más apasionado…
La denuncia, literalmente, se interpuso por «mantener actitudes cariñosas con el acompañante», gravísima infracción que debe de estar tipificada en alguna parte del código de circulación, posiblemente en el capítulo de ‘Estupideces varias y otras formas de recaudación desesperada’, y que si no fuera por el disgusto que la han dado a la pobre chica, casi parece una broma más de Manuel Summers en ‘To er mundo e güeno’, o una campaña publicitaria destinado a reforzar la idea del ‘Spain is diferent’ con el consabido ‘Si es que lo que no pase aquí…’. Porque todo esto de parejas metidas en vehículos es pura lógica, la erótica del coche… vamos, que si no se dan besos es que son la pareja de la guardia civil con el radar cargado, fijo.
En el fondo, probablemente, solo sea una cuestión de dinero; a algún político le deben de los ojos chiribitas cada vez que piensa en multas, y además de alguna manera habrá que pagar tanto anuncio en televisión de la DGT. Se ve que ya los radares están tan exprimidos que hay que buscar nuevas fuentes de recaudación extraordinaria, lo que haga falta por la seguridad vial. Y si hay que prohibir algo tan peligroso como los besos, pues adelante, que estamos en época de recortes y la vida afectiva de cada cual no iba a ser menos. Además, no deja de tener su encanto retro eso de que la guardia civil se dedique a perseguir a los besucones, como en tiempos de la posguerra, cuando velaban por la moral pública.
Porque los besos, ya se sabe, son peligrosísimos. Aceleran el corazón, aumentan el riego sanguíneo y hasta incitan a cerrar los ojos y dejarse llevar por las ensoñaciones; sirven para rebajar tensiones y producen relajación. Y hasta sonrisas. Mejoran el humor, dan optimismo y a veces hasta un poco de euforia; todo ello, claro, tremendamente arriesgado cuando uno va a la volante. ¿A quién se le ocurre darle un beso a su acompañante? Porque, como decía mi abuela, «por ahí se empieza, por los besos». En fin, menos mal que está la guardia civil, agazapada en cualquier cuneta, camuflada en las sombras, siempre lista para poner orden –o para poner multas, que debe de ser parecido–, porque si no este mundo, lleno de conductores que piensan más en besar que en cabrearse con el tráfico, iba a convertirse en un auténtico caos.