Julio Tagle, que aprendió el oficio de guardameta embarrándose en aquellos campos de manguerazo con las bases de los postes pintadas de negro, explicaba hace poco en una tertulia la gran diferencia entre los porteros clásicos y los actuales a la hora de afrontar un cara a cara. Hasta Arconada, más o menos, el cancerbero tenía que ser valiente, casi un loco, pues lo que exigía el guión era que se lanzara a los pies del atacante para arrebatarle la pelota. El estilo moderno, en cambio, es más de achique, o posicional, que dirían los estetas del asunto. Se trata más bien de cerrar ángulos, de cubrir todo el espacio posible, pero sin jugarse el físico.
Qué resulta más eficaz no está muy claro pero, en estos tiempos en que se contabilizan hasta los gestos de rabia, seguro que si hoy día se enseña así a los porteros será porque alguna estadística lo respalda. A los aficionados, en cambio, nos va más la épica, y lo de ver volar a un guardameta para robar un balón de los pies del rival no tiene precio. En este fútbol tan marcado por lo físico y maniatado por las tácticas, se echa de menos esa pizca de heroísmo que tanto ha alimentado los sueños de cualquier chaval que disfruta peloteando en la calle o en un descampado, pero sintiéndose en Maracaná.
Y eso, sólo eso, bastó para salvar el partido del domingo. Sería un partido horrible, de los que acaban con la afición, pero cuando mediada la segunda parte el lucense Lolo Pla pisó el área con el balón controlado y levantó la vista para fusilar la portería verdiblanca, a todos los racinguistas algo se nos atravesó en la garganta. A todos menos a Mario, que voló desde el área chica para salvar aquel disparo a bocajarro que en el Ángel Carro ya estaban festejando desde antes de que golpeara Pla.
No era Arconada, era Mario Fernández. Demostrando, tres décadas más tarde, para qué sirve un portero.
Con tradición y modernidad, el arranque del arquero fue a la vez una defensa y un ataque, lanzándose hacia el balón y al tiempo cubriendo la puerta hasta hacer imposible que el delantero lograra su objetivo. Una jugada que hizo bueno todo el encuentro.
Claro que tenía que firmarla Mario, el mismo que se partió literalmente la cara defendiendo su portería. Tanto se especuló, durante su lesión, sobre si volvería a ser el mismo, sobre si se lo pensaría dos veces la próxima vez que el riesgo fuera grande, y ahora todo aquel debate suena caduco y extraño, puro papel mojado. Que Pedro Alba sea tu maestro tiene por fuerza que imprimir carácter, pero lo que este jugador aporta es algo que se trae de serie. Y es que valoramos tanto lo bueno que tenemos arriba que a veces olvidamos que atrás también tenemos un portero de primera.
Lástima que el resto del partido no resultara tan espectacular; enfrentarse a Quique Setién y a Jonathan Valle debería haber resultado aliciente de sobra para cualquier racinguista, pero parece que va siendo urgente ‘cantabrizar’ de nuevo al equipo. Y el camino es bueno: por fin el lateral diestro fue para Borja San Emeterio, y cumplió más que sobradamente, demostrando que es tiempo ya para el relevo. Y es que la presencia de los canteranos es fundamental, tanto como su ausencia. En la falta de David Concha, por ejemplo, tal vez deberíamos fijarnos para explicar qué ocurrió en Lugo, y por qué no brillamos en ataque como suele ser habitual en las últimas jornadas.
[Publicado en EL DIARIO MONTAÑÉS el martes 18 de noviembre de 2014]