Lo malo de las desgracias no suele ser tan solo el hecho en sí, sino las penosas consecuencias que traen consigo, en ocasiones absolutamente peregrinas, pero firmemente fundamentadas en el buenismo y la imbecilidad –no siempre incompatibles– de aquellos que nos gobiernan.
La tragedia del Madrid Arena, por ejemplo, nos ha legado una insoportable resaca de proteccionismo en ocasiones rayando con la estupidez. Y es que la ‘mano dura’ de tan infausto recuerdo –y que tan poco se aplica con las cuestiones realmente importantes, esas de los sobres y las comisiones y demás lindezas que nos trajeron estos lodos– resulta que ahora se aplica a rajatabla con los accesos de menores a locales de ocio; en concreto, a locales nocturnos donde se despache alcohol. Y no es que la medida en sí resulte buena o mala, sino que, en plan daño colateral, impide que los jóvenes puedan disfrutar de los conciertos de rock que –oh, sorpresa– suelen ofrecerse en bares y pubs que viven precisamente de eso, de que se mueva la barra. Por si fuera poco, ni siquiera se tolera que los menores puedan entrar acompañados por sus padres. Vamos, que da la sensación de que la música pop se equiparase a algunos vicios también exclusivos para los mayores de edad.
¿Qué tendrá la música para que sólo pueda ser un placer adulto? Hace apenas tres décadas, antes de que el puritanismo neoconservador se impusiera, de haberse impuesto una medida semejante, se habrían cargado de un plumazo toda la nueva ola, lo que llamamos en su día ‘la movida’; no sólo se habría perdido buena parte del público, sino que muchos músicos no habrían podido tocar porque no les dejarían entrar al local. ¿Y es que no tienen derecho los jóvenes de quince o dieciséis años a disfrutar de sus banda favorita en directo? Aún más: ¿por qué los menores no pueden acceder a una sala de conciertos, y sin embargo pueden entrar libremente en cualquier cafetería donde se sirven todo tipo de licores?
La hipocresía, como no, sigue siendo deporte nacional; mientras los adultos seguimos identificando alcohol con ocio y diversión, nos empeñamos en ocultarlo convenientemente con reglamentos y ordenanzas las más de las veces absurdas. Como si no supiéramos que los jóvenes no necesitan entrar a ningún bar para beber, que hace ya tiempo que están de moda los botellones.
Lo que, desde luego, no es de recibo, es proscribir la música a una actividad marginal, como si asistir a un concierto implicase algún tipo de conducta ilegal, o incluso socialmente peligrosa. O tal vez haya algo de eso, y en las mentes paternalistas de ciertas lumbreras aún pervivan los fantasmas que identifican el rock con la rebeldía y los instintos revolucionarios. Ojalá fuera así, pero parece que, por desgracia, las autoridades puede seguir bien tranquilas.