Le damos demasiada importancia al inglés, que está claramente sobrevalorado. Lo metemos con calzador en nuestro propio idioma –‘hall’, ‘smartphone’–, lo adaptamos –márketing, mánager–, o hasta lo inventamos –ese ‘footing’ que sólo existe en castellano, porque en ‘inglés de verdad’ al parecer se dice ‘jogging’–, pero al final no nos molestamos en aprenderlo realmente, porque también los traductores tienen derecho a ganarse la vida.
El pequeño escándalo de la web –¿ven lo que les decía del calzador?– santanderina que traduce ‘Centro Botín’ por ‘Centro del pillaje’, y además sin la menor ironía anticapitalista, lo que viene a poner sobre la mesa es la triste realidad de que el inglés, más que un idioma, para la gran mayoría de españoles es una pesadilla desde la edad escolar. Un déficit que luego arrastramos durante toda la vida y, más allá de los esporádicos esfuerzos veraniegos para ligar con guiris, lo poquito de inglés que hablamos lo hablamos como los indios. «Me Tarzan, you Chita»; poco más. Y luego así nos luce el pelo, que cuando mandamos a nuestros políticos por el mundo siempre son los únicos que ponen cara de circunstancias mientras los demás se ríen de los chistes, y no se despegan del intérprete, que casi parece su ángel de la guarda.
Hace un par días vino por aquí Elliott Murphy, que además de escribir y cantar como nadie tiene la gran virtud de hablar inglés maravillosamente, y nos explicó que alguien que domina tres idiomas es trilingüe, alguien que habla dos, bilingüe, y alguien que sólo habla uno, estadounidense. El problema, chistecitos aparte, es que esa lengua que hablan los anglosajones no se parece nada a lo que en el resto del mundo llamamos ‘inglés’. De hecho, lo que hablamos nosotros se llama en realidad ‘globish’, y es una lengua franca que, de manera inconsciente, hemos ido elaborando colectivamente la parte de la humanidad a la que el inglés nos sonaba a chino, pero de alguna manera teníamos que entendernos.
¿No se han fijado lo bien que hablan inglés los portugueses, los checos, los rusos o los africanos? ¿Y lo mal que lo hablan los ingleses, que no hay quien les entienda ni una palabra? De eso mismo se dio cuenta hace un par de décadas Jean-Paul Nerrière, un francés que llegó a presidente de la IBM: lo que en realidad hablamos es una versión simplificada del inglés, y con mil quinientas palabras y mucha imaginación nos apañamos para entendernos, sin perderse en florituras gramaticales, ‘frasal verbs’ y demás quebraderos de cabeza.
Un inglés de bolsillo, vamos, pero mucho más práctico que esa complicada lengua, llena de giros y matices, en la que británicos y americanos se empeñan en escribir libros, rodar películas y grabar canciones. Ahora sólo hace falta que ellos se enteren, aprendan globish, y así podamos por fin entenderles.