Si hubo una fecha que marcó a todos los que crecimos en los años ochenta, esa fue sin duda 1992. Y no sólo porque nuestro mundo cambiara tanto que podría decirse que hubo una España anterior y otra posterior, sino porque durante largos años fuimos alimentando la esperanza de que después de ese ‘año de las maravillas’, todo sería mejor. Seríamos más modernos, más ricos, más europeos… cualquier cosa que nos alejara del país atrasado y dictatorial que padecieron nuestros padres.
Más allá de las fanfarrias propagandísticas, lo cierto es que el país cambió alrededor del 92; por supuesto que fue un proceso lento, pero esa España a la que según Alfonso Guerra «no iba a conocer ni la madre que la parió» realmente empezó a ser otra entonces. Y es que solemos mirar a aquella España pre-92 con ojos de ‘Cuéntame’, como si los ochenta hubieran sido la mejor década de la historia. Pero si quitamos un poco de almíbar a la mirada, deberíamos recordar que no todo eran vino y rosas; los adolescentes de entonces vivíamos nuestra particular ‘movida’, que consistía en querer modernizar un país anticuado y, sobre todo, muy cutre. Un país cuya bandera parecía proscrita. Un país que no tenía ni nombre, porque en aquella época hasta decir ‘España’ estaba mal visto.
El verdadero logro del 92 fue un silencioso pero profundo cambio de mentalidad: aprendimos a sentirnos orgullosos de ser españoles, pero de una manera distinta a nuestros padres y abuelos. Del ‘que inventen ellos’ y del ‘españolizar Europa’ pasamos a sentirnos un país moderno, a la cabeza del mundo. No éramos unos polizones en la UE, no nos habíamos colado en la fiesta europeísta como los parientes pobres, sino que estábamos dentro por derecho propio, aunque hubiésemos llegado los últimos.
Los que por entonces salimos al extranjero pudimos comprobar que no era un espejismo interior, ni mucho menos. Los alemanes o los franceses nos miraban de un modo muy diferente a como lo habían hecho con los emigrantes de tres décadas atrás. Nosotros ya no procedíamos de un país atrasado, sino de uno de los lugares más interesantes, creativos y atractivos del mundo. En aquellos años noventa, había una fiebre por todo lo español: querían aprender el idioma, venir de vacaciones, comer jamón… Éramos el país de moda.
A nosotros, de puertas adentro, nos sirvió para quitarnos de encima muchos complejos y abandonar un victimismo que no conducía a ninguna parte. Para descubrir que no éramos menos que nadie. Aún tendríamos que superar graves problemas, como el terrorismo o el callejón sin salida de los nacionalismos –y otros resultarían irresolubles, como el paro o las desigualdades económicas–, pero aquella afirmación de nuestra propia identidad significó el cierre definitivo de la transición, no ya política sino social.