Hace algunos meses que le partieron la cara al graciosillo aquel que iba llamando ‘caraanchoa’ y tontadas similares a la gente, con intención de grabarlo y difundirlo por la red para que sus seguidores se rieran de los pardillos. Hasta que dio con un tipo –por más señas, repartidor en horas de trabajo– que no le vio la gracia al asunto, y después de intercambiar unas palabritas acabó abanicándole la jeta, como suele suceder cuando le buscas las cosquillas a quien no debes.
Hasta aquí impera la lógica del mundo real, pero en lugar de poner la otra mejilla, el caso del cazador cazado dio un inesperado giro de guión: el provocador –es decir, el youtuber, alias MrGranBomba, aunque en su casa le llaman Sergio desde chiquitín– se sintió víctima y exigió que la dignidad se la restituyera un tribunal, en lugar de plegar velas o, como mucho, dejar a la audiencia internetera que dirimiese el asunto. El chaval, lógicamente, sabía lo que se hacía, que para algo llevaba meses riéndose de cualquier primo; pero ahora el ‘pringao’ era él, y de sobra tenía claro que en la red no hay piedad para los patinazos, por mucho que te hayan aplaudido primero.
Ni que decir tiene que el público –es decir, todos nosotros–, así tomados de uno en uno, que diría Goytisolo, somos más o menos buena gente, pero hay dos momentos en que dejamos fluir todo el mal que atesora nuestro inconsciente: cuando nos sentimos camuflados entre la muchedumbre –de estar en los Campos de Sport, la grada le hubiera cantado el clásico ‘¡Tonto, tonto!’–, y cuando creemos que nos protege el anonimato, sea en nuestro coche o detrás de un teclado. Este último caso es el arquetípico del ‘homo interneticus’, voraz especie omnívora dedicada al pillaje, el voyeurismo y la maledicencia. Después de meses de explotar nuestra maldad reprimida, tenía bien claro que los internautas, en vez de darle la razón, se iban descascarillar, porque desde el principio de los tiempos las tortas promueven mucho más la risa que la empatía con el abofeteado, así que mejor llamar al primo zumosol o, en su defecto, a la justicia.
Lo que pasa con todo esto de internet es que, al final, siempre llega la realidad a despertarte con una bofetada. Como al listillo del Caraanchoa, que le llenaron la cara de aplausos, y al final ha tenido que pagar él la minuta del juzgado. Y ‘por bobo’, ha venido a decir el tribunal, que ha resuelto la papeleta con una multa de treinta eurazos al agresor y un tirón de orejas y la condena en costas al agredido.
Cierto que se antoja una tremenda injusticia que al pobre repartidor le hayan soplado treinta lereles por culpa del faltón aquel, pero seguro que los da por bien empleados. De hecho, estará pensándose si adelantar otros ciento veinte, y así acabar de despacharse a gusto.