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El problema de Mendoza siempre ha sido que le gusta ir a la contra. Que se le entendiera, cuando estaba de moda oscurecer el discurso y perderse en alardes estilísticos y otros fuegos de artificio. Recurrir al humor cuando todo el mundo quiere ponerse trascendente. Recuperar el realismo mientras los demás se pierden en experimentos vamos. Hablar de la realidad política en un momento en que ya nadie se atrevía a hacerlo. Inventar la novela negra histórica y ser capaz de rescatar dos géneros entonces marginales. Escribir en castellano pese a la presión asfixiante de las instituciones de su ciudad. O aguar la fiesta de una ciudad olímpica removiendo un pasado no tan luminoso.
A los manuales de literatura pasaría por una de sus primeras novelas, ‘La verdad sobre el caso Savolta’, de 1975, que inaugura la narrativa actual española y cierra el ciclo de la posguerra. Y el gran público se rendiría a sus encantos en 1983 con ‘La ciudad de los prodigios’, la gran novela de la Barcelona modernista. Una ciudad que, junto a Juan Marsé y Manuel Vázquez Montalbán, convirtió en todo un tema literario.
Para los lectores de mi generación, sin embargo, el libro iniciático sería ‘Sin noticias de Gurb’. Hasta en sus obras más serias, Mendoza no reprime guiños cómplices e ironía de alto voltaje, pero con Gurb dio rienda suelta a su espíritu lúdico y a una visión crítica con la que radiografía toda una sociedad a punto de sufrir su particular metamorfosis hacia la modernidad. Si Madrid había tenido su ‘movida’, Barcelona iba a ser el centro del mundo con sus juegos olímpicos, y allí estaba para contarlo su extraterrestre con propensión a la disidencia.
El Cervantes de Eduardo Mendoza premia también a una forma de entender la literatura como un espacio de libertad creativa, en la que la accesibilidad no está reñido con el largo alcance y la capacidad de análisis.