Su leyenda no para de crecer. En Galizano, tras sólo dos semanas de pretemporada, David Córcoles (Alicante, 1985) ya era el jefe del equipo. También ayudó bastante su debut con roja directa. Desde entonces, Viadero no puede vivir sin él. «David es la nobleza personificada; la clase de persona que siempre quieres en tu bando», asegura el míster.
Su contundencia y una calidad inesperada, que mostró frente a la Cultural Leonesa, –cuando jugó durante una hora conmocionado y con mareos– han llamado la atención de una afición que no sólo disfruta con el juego vistoso de los delanteros, sino que también adora la entrega y la raza de jugadores dedicados a tareas más sacrificadas.
Córcoles es un muro infranqueable y la grada le adora. Es un duro, pero es
nuestro duro. Ya le han sacado hasta gifs por las redes sociales. Es el ‘corcolismo’, que arrasa. «Los compañeros me los pasan todos; mi mujer se parte de risa», confiesa. Mirando ése en el que le nombran capitán después de amenazar de muerte a sus compañeros, pone cara de póquer: «¿Qué te parece? ¿Te lo puedes creer?».
Más que con resignación, se lo toma con humor. Vestido de calle da bastante menos miedo. De hecho, es todo amabilidad cuando se sienta a tomar algo; probablemente, ya ha tomado la medida al redactor y sabe que no va a escaparse por la banda. «En este deporte hay que hacerse respetar. Y más cuando, como en mi caso, siempre eres el último hombre: hay que rascar. Cuando empezaba en el primer equipo, con quince años, me daban por todos los lados, y me volvía para casa cabizbajo. Hasta mi madre, con toda la inocencia, me decía: ‘tú devuélveles los golpes, hijo’. Al final, acabé por curtirme».
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Y es que Córcoles nunca ha sido de los que se dejan avasallar. Ni de los que toleran las injusticias: «A mí no me hacían bullying en el colegio, pero tampoco permitía que se lo hicieran a nadie», dice mientras regresa a su memoria ese adolescente que debuta con el Hércules. «Los veteranos me pusieron de camarero, querían que sirviera a toda la plantilla. Menos mal que vino a poner paz el entrenador», recuerda con una sonrisa.
Su trayectoria está llena de anécdotas; empezó, como los niños de entonces, jugando en la calle: «De niño me pasaba la tarde rompiendo los garajes; en mi barrio los usábamos de porterías, y no veas cómo se ponían los vecinos». Luego llegaría el equipo de su barrio, el San Blas Alto, «cuando teníamos que pagar por jugar»; y eso que a la primera no había querido. «Mi padre había sido un mediocentro que se manejaba bien con las dos piernas, pero lo había dejado porque mi madre insistió, y cuando quiso inscribirme acabábamos de cambiar de barrio y no hubo manera». Pero cuando con nueve años empezó a jugar de medio volante, tiraba hasta los penaltis. «Treinta goles marqué cuando ganamos la liga de fútbol 7», así que el Hércules se lo llevó enseguida y, tras la llamada de la selección sub-16, con quince años ya alternaba con el primer equipo. Allí coincidiría con otro principiante, Samuel Llorca. Aún no tenía toda la barba cuando le fichó el Valencia, para reforzar al Mestalla que comandaba Boro, mientras él miraba de reojo a Fabián Ayala, su ídolo entonces.
Tras cinco años y un debut en primera y hasta en la UEFA, Guardiola le echaría el lazo para el Barça B. Sería una etapa dulce: ascenso, estreno en amistosos y en el Gamper con el primer equipo y, sobre el papel, fue campeón de la Champions, pues el Barcelona le inscribió, aunque no llegase a disputar ni un minuto.
Sin embargo, al no consumarse el salto al primer equipo decidió aceptar la oferta del Recre. En Huelva sería indiscutible durante cinco temporadas, hasta que una lesión de rodilla coincidiera con el descenso del equipo. En Albacete se repetiría la historia. Tal vez por eso aceptó la llamada de Viadero, aunque supusiera jugar en segunda B: «Yo nunca he mirado ni el dinero ni la categoría. Del Valencia en primera me fui al Barcelona B en tercera. Pero era el Barça». Y ahora, era el Racing quien llamaba a su puerta. Sólo hizo falta que le diera el espaldarazo Jonathan Valle, su gran amigo dentro y fuera del campo desde que coincidieran en el Recre, para que se embarcase rumbo a Santander antes incluso de consultarlo con la familia.
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Y es que ésa es la palabra clave para el otro Córcoles, que poco tiene que ver con el que pisa los estadios amedrentando a los rivales. Un tipo que adora la montaña y el senderismo y se lleva a recoger castañas a David y Marc, que tienen siete y tres años, y a los que dedica todo el tiempo que puede. Su punto de equilibrio es una valenciana llamada Amparo que es la mitad de su vida desde hace una década. «Yo antes era un vinagres; cuando perdía un partido no hablaba en dos días, tenía un mal perder tremendo. Pero Amparo me cambió. Aunque le costó, porque siempre he tenido muy mala leche».
De eso pueden dar fe muchos rivales. De algún lado vendrá esa leyenda de duro. «Soy contundente, no lo voy a negar. No me gusta perder ni a las canicas. Que se toma su trabajo muy en serio lo demuestra su colección de cicatrices; con el Mestalla se rompió un pómulo y la mandíbula en un amistoso contra el Levante, y tuvieron que ir el míster y su familia al hospital porque se negaba a operarse: quería jugar el domingo. Además de los tres meses de recuperación, le quedó de recuerdo una placa de titanio, un tornillo bajo la ceja y molestias cuando va a cambiar el tiempo. «Los amigos siempre me vacilan: ¿Y no te pita en los aeropuertos?». Lo que no sabemos es cómo quedarían los dos rivales contra los que chocó.
Donde pocos le vacilan en sobre el césped. «En la vieja escuela te enseñaban que el delantero tiene que notar desde el principio que estás ahí», confiesa. Claro que no todos se someten fácilmente. «Algunos dan mucha guerra. Te enseñan el balón, te quieren regatear… Otros hasta se revuelven, te insultan o te dan puñetazos en las costillas. Ésos son los que más me gustan, porque me motivan, me hacen dar lo mejor de mí para superarles».
Son dieciséis años ya de carrera, que él espera estirar aún más; «me gustaría llegar en forma hasta los treinta y siete». Alguien que ya tiene sus propios cromos, que sale en el FIFA 2009, ¿cómo mantiene la ilusión, las ganas? «Los dos descensos me afectaron mucho y llegas a plantearte cosas, pero me gusta ser positivo, y la verdad es que aún disfruto mucho con el fútbol».
Si le ha quedado alguna espina clavada en la vida, son los estudios; aunque era movido, siempre se le dieron bien; luego, faltaba tiempo. Se quedó en el bachillerato, pero le hubiera gustado estudiar economía. «Siempre estoy leyendo sobre el tema, me apasiona». Entre sus libros de cabecera, ‘El precio del dinero’ o ‘Padre rico, padre pobre’, de Robert Kiyosaki. Y muestra su iphone, repleto de aplicaciones de información bursátil.
Se acerca la despedida; esta tarde tiene entradas para el cine y ya le están esperando. ¿Una de acción? «Qué va, es una peli infantil», aclara. «No te lo creerás, pero soy muy familiar, me encantan las bromas y el buen ambiente». Él, que era de ‘Mad Max’ y ‘Robocop’. Que adora el house y el heavy, lo más cañero, que amedrenta a cualquiera con la mirada, y en realidad es un hombre amable, que comparte las tareas domésticas, fanático del orden, que le gusta cocinar y que mira de reojo las galletas de chocolate de los críos.
Se despide con un apretón de manos: «No me pondrás mal en el periódico, ¿no?». Cualquiera se atreve. Menudas se las gasta el Córcoles ése.