Hace tres o cuatro décadas, al atajo del Arna se le llamaba «el callejón de la mierda», sin paños calientes. Corrían los duros años de la heroína y la inseguridad ciudadana, y mientras los vecinos esquivaban quinquis y todo tipo de desperdicios se preguntaban cuándo llegaría por fin el progreso.
Y el progreso, contra todo pronóstico, ha llegado, pero no de la forma que todos esperábamos. Porque en lugar de repartir riqueza, lo que más bien ha hecho ha sido esparcir la porquería hacia zonas más nobles de la ciudad.
Todos los domingos del verano recibo un vídeo de Bibi, que se molesta en documentar el desastre que sucedn a cada noche de copas en Cañadío. Sus ventanas dan a la plaza, pero no es de aquellos que, hace años, salían a dar la cacerolada a los juerguistas a las tantas de la mañana. «La muchedumbre, incluso el ruido, no me molestan, pero lo peor con diferencia, lo inaguantable, es el olor», se lamenta.
Y mientras uno agradece que los teléfonos inteligentes aún no tengan olfato, recibe otra grabación de la plaza atestada en la que alguien ha incendiado un contenedor, y buena parte de los presentes empiezan a jalear al pirómano, al estilo de los islandeses en la Eurocopa, pero con más muchas copas encima.
Pura intrascendencia, me dirán, alegando que más allá del ruido, un poco de jarana no hace daño a nadie. Pero en estos tiempos a todos nos gusta jugar a cronistas, y María Lozano, que también pasa muchas noche en vela pero en su oficio de vigilante, dejó constancia gráfica en facebook del ‘paisaje después de la batalla’; en sus fotos las calles de Santander aparecen como un auténtico vertedero. Cuando asoman, además, charcos sospechosos, se hace uno a la idea del desazón que invade a Bibi al enfrentarse a la ‘peste’ las mañanas de resaca.
Lo curioso del asunto es que la inmensa mayoría de los jóvenes –y no tan jóvenes– que dejan las calles como una porqueriza, seguramente no sólo son gente majísima, sino además de lo más limpios y respetuosos con el medio ambiente. Gente educada, de la que lleva en la mano el envoltorio del chicle hasta encontrar una papelera o que jamás te dejaría fumar en su casa o en su coche, pero que los viernes y sábados por la noche pierden las buenas maneras –como si costase tanto volver a meter en la bolsa todo lo que han traído para el botellón y echarla al contenedor… Pero claro, es mucho más divertido quemarlo–; gente que olvida el pudor en cuanto la naturaleza aprieta, e improvisan sus propios baños públicos en cada esquina, bajo los arcos de Pombo, o directamente entre dos coches.
A todos nos encanta tomar un par de copas y disfrutar de las noches de verano, pero la diversión no tiene por qué ser incompatible con la higiene y, sobre todo, con el respeto a los demás.