Juanito diría lo que quisiera, pero donde noventa minutos son ‘molto longos’ de verdad no es en el Bernabéu, sino en campos como A Malata. Allí pueden convertirse en una eternidad. Noventa y cuatro minutos, en realidad, que más bien parecieron una sesión continua de ésas que ponían en los cines de barrio, donde primero proyectan una de risa –con el primer gol del Racing–, después un telefilme de sobremesa –tras el empate ferrolano–, luego te echan ‘Qué bello es vivir’ –con el 1 a 2 de Granero–, pero de pronto el proyeccionista se equivoca de rollo y lo que era una de suspense a lo Hitchcock, con un gol sobre la bocina se transforma en una de Bruce Lee, ensalada de tortas incluida. Y al final, despedida y cierre con un dramón de los de echar la lagrimita. Vamos, la historia completa del Racing abreviada en un solo partido, ese eterno remar ilusionados para morir en la orilla.
Me tendrán que disculpar, pero mientras escribo estas líneas aún no me he quitado la camiseta verdiblanca; pero lo peor no es la que se lleva por fuera, sino que la otra, la mental: ésa es imposible quitársela.
Después de subir y bajar de las nubes un par veces –qué sabrán Sabina y el resto de colchoneros lo que es sufrir–, lo que más eché de menos durante el partido fue una de esas bolsas de papel que se pone uno en la boca para evitar la hiperventilación en los ataques de ansiedad. Porque el partido no fue para menos. Sobre todo, para los racinguistas de fe quebradiza, que nos hacemos sin dudar cuatrocientos y pico kilómetros confiados en celebrar una tarde histórica, pero en cuanto se nos tuerce la cosa lo más mínimo ya empezamos a ver resurgen todos los fantasmas del fracaso.
Es el sino de nuestro club, qué vamos a hacerle. Lo tuvimos todo a favor, y hasta fuimos por delante en dos ocasiones. Ya hasta lo estábamos celebrando desde que Borja colase ese gol imposible. Pero hay ocasiones en las que no sirve de nada luchar contra el destino. En el duelo de Racings, el campeón de la mala fortuna volvió a ser el original, el nuestro, ese Real Racing Club que lleva un siglo y pico perdiendo con la mayor de las elegancias por todos los campos de España. Y es que, pese a quien pese, en todos los manuales de estilo se aclara que ‘el Racing’, a secas, es el cántabro. Los demás tienen que llevar apellido.
El Racing de Ferrol, por su parte, es un buen equipo, y su afición respondió a la perfección, pero sobre el césped no fue superior; eso sí, en cada ataque nos metía el miedo en el cuerpo. Y si además consiguen marcar uno de los mejores goles de la temporada, con un trallazo de dibujos animados, poco más se puede hacer. Porque el Racing, el nuestro, jugó un gran partido; todo lo brillante que un rival de entidad le permitió. De hecho, en el minuto ochenta y cinco muchos ferrolanos abandonaron el estadio resignados ante la derrota. Y su empate in extremis resultó una sorpresa. Una de las más crueles. Claro que en este club ya estamos acostumbrados: algo similar nos ocurrió el año pasado, cuando estuvimos salvados durante noventa minutos y en el descuento se nos vino el mundo abajo. Debe de ser nuestra maldición particular.
En fin, ya sólo podemos lamentar lo que pudo ser y no fue. Durante muchos minutos fuimos campeones, frente a un palco simbólicamente semivacío, y silenciando a un estadio en el que se había metido a presión media ciudad de Ferrol.
Lo siguiente será esperar a que se nos pase el disgusto, y volver a echar las cuentas de la lechera: si ellos pierden en Astorga y nosotros… Es la rueda de siempre, la de ilusionarse y luego… ya veremos. En todo caso, nuestra guerra es otra: la del ascenso. Y tenemos quince días para resurgir de nuestras cenizas.
Así que lo que toca es reinvidicar a Manolo Preciado, ése que ahora nos diría que «mañana volverá a salir el sol». Pues eso.