Cuando hace unos días a Antonio Resines se le ocurrió dedicar su discurso a la piratería que sufre el cine español, seguramente sabía ya de sobra que estaba abriendo la caja de los truenos y que, aunque acabara chamuscado, más vale que hablen de uno, aunque sea bien, que decía Dalí. Porque el asunto del pirateo ya no es que sea complejo: es que no tiene remedio. Y no sólo es que afecte al cine, o a la música, que son los casos más evidentes, sino que se ha generalizado hasta alcanzar a todas las industrias culturales. Aún así, no deja de ser lógico que aquellos que más afectados se sienten intenten, al menos, llorar sus penas allá donde les dejen.
Ya se había quejado de forma muy sagaz, un lustro atrás, el cantante Víctor Manuel, quien muy razonablemente advertía que a nadie le extraña que haya que pagar los langostinos en una boda, pero que luego no entiende que por la música que suene en el baile posterior haya que abrir la cartera. Claro que, en este caso, meter en danza a la sociedad de autores es como mentar a la bicha: basta con nombrarla para ganarse la antipatía general. Y no sin razón, por cierto.
Aunque el hecho sigue siendo el mismo: estamos convencidos de que los bienes culturales, materiales o inmateriales, deben ser gratuitos. Mucho que ver tienen aquellos dorados años ochenta y primeros noventa, en que los ayuntamientos financiaban conciertos, revistas, cómics, teatro alternativo y casi cualquier manifestación cultural imaginable. Y cuanto más marginal y contestataria, mejor.
Pero también los medios de comunicación tienen mucho que ver con esa sensación de barra libre cultural; llevan décadas ofreciendo gratis canciones o películas, con el viejo truco del camello ése que decían que estaba a la puerta de los colegios: darte gratis una muestra para que luego compres el resto. Sin embargo, con el tiempo nos hemos vuelto resistentes a cualquier tentación –tentación de gastar dinero en cultura, vamos–, y las facilidades tecnológicas han terminado de rematar la faena, poniendo a nuestro alcance casi cualquier obra de creación a coste cero, ¿quién se va a resistir a la picaresca? De hecho, si el propio Resines tuviera ordenador, seguro que tendría el disco duro atascado, como todos; con más películas, libros o canciones de las que podría disfrutar en veinte vidas sucesivas.
Sucede que, poco a poco, sin que apenas nos diéramos cuenta, el pirateo se ha convertido no ya en costumbre, sino en una forma habitual de proceder, hasta el punto de que no nos damos cuenta, ni nos planteamos dilema ético alguno. Claro que, si nos trae sin cuidado que las lengüetas de nuestras espais de última moda las hayan dorado niños explotados en el tercer mundo, que trabajan en condiciones casi esclavistas, ¿qué nos va a importar una insignificante descarga, otra más?