Nunca dejará de sorprendernos hasta que punto el fútbol, o más bien la identidad y el sentimiento de pertenencia que genera, puede arraigar en nosotros. Estos días, por ejemplo, la estampa es toda una región cariacontecida, con gesto compungido y conversación obsesiva y monotemática en torno a qué ocurrirá con el centenario Racing y si finalmente sobrevivirá a las mil lanzadas que le llegan desde todas las direcciones –a perro flaco, ya se sabe; y Pernía y sus saqueadores no han dejado más que pulgas, y bien molestas–. Como, además, el estío es temporada propicia en lo informativo para serpientes veraniegas y hasta culebrones enteros, el folletín de la supervivencia da un nuevo giro cada día, se cargan los tintes más dramáticos, hasta el punto de que llega a mascarse la hecatombe. Después de años de lucha sin cuartel, y de la entrega más generosa por parte de los aficionados, dándole lo que no tienen, una triste decisión administrativa podría significar su fin.
En medio de la flaqueza de los noticiarios, la lucha agónica de los racinguistas para evitar que Hacienda firme el parte de defunción trasciende hasta conmover la fibra sensible del resto de aficionados del país. «Yo también andaría llorando por las esquinas», me escribe Martínez de Pisón tras ponerse al día de nuestras desgracias, y con ello certifica esa solidaridad entre sufridores que, en realidad, condensa toda la grandeza de una sociedad curtida en la adversidad, y que funciona muy a pesar de sistemas y políticos. Porque el fútbol, el deporte, no deja de ser un reflejo de nuestra sociedad, tanto de lo cultural como de lo sociopolítico. Más que válvula de escape o excusa para descargar adrenalina, como se defendía en otros tiempos carentes de libertades, el fútbol es una pasión que apelando a lo irracional irradia casi todos los ámbitos de la vida, hasta el punto de que para comprenderlo es más necesario recurrir a sociólogos o incluso antropólogos que a expertos en el arte del balón, que en realidad es sólo una pequeña parte de un juego más amplio y complejo, que comienza en un terreno de juego normalizado y bajo un ritual estricto pero luego trasciende hasta los usos de intercambio de toda una sociedad.
Que el jueves diez mil cántabros tomaran la calle para pedir que su club no desaparezca explica bien a las claras la importancia que tiene el Racing en la vida de la región. Algo que va mucho más allá del deporte, y que entronca con una manera de sentirse en el mundo, con cómo nos definimos y con qué símbolos nos identificamos. Porque ese club forma parte ya del patrimonio cultural de Cantabria, un patrimonio inmaterial pero con una fuerza de movilización innegable, que entre todos debemos proteger.