Aunque parece que estas cosas sólo ocurren en las noticias, me acaba de confesar un amigo que su hija de veintipocos le acaba de plantar en la terraza una planta de ‘maría’. Así, como si no pasase nada. Mi amigo, el hombre, no sabe si camuflarla, no sea que la vean los vecinos, o tropezar sin querer con el tiesto y que la ley de la gravedad haga el resto del trabajo. Pero el caso es que ya el descaro con el consumo de ciertas sustancias prohibidas está extendiéndose por toda la sociedad como una mancha de aceite. De aceite de cannabis, claro.
Así, ya se va entendiendo mejor que a esos dos chavalotes de Portugalete se les ocurriera instalar de tapadillo su propia fábrica de cultivos hidropónicos en San Felices de Buelna, con medio millar de plantas de marihuana creciendo ilegalmente bajo techo. Claro que a estos emprendedores habrá que tenerlos en cuenta como empresarios del año, porque las expectativas de beneficio eran cuando menos envidiables: habían alquilado casa y cuadra por dos duros, y encima la luz les salía baratísima: lo que les hubiera costado tirar un cable desde el transformador, y pista. El resto, todo beneficios, un plan de empresa impresionante; aparte, lo que te ahorras en impuestos… Un chollo, vamos.
Lo curioso es que no se trata de casos aislados, sino de una tendencia creciente, como hemos visto estos días con la inmensa plantación de Albacete, con hectáreas y hectáreas de cáñamo, que vigilaban con un circuito cerrado de videocámaras. Si hemos de creer en las leyes de la oferta y la demanda, es evidente que si hay tanta producción es porque hay consumo. Y no hay otra. Ser podrá ser todo lo ilegal que queramos, pero la realidad es que una buena parte de la población hace oídos sordos de cualquier prohibición.
Pero, ¿por qué el cannabis y sus derivados siguen proscritos, mientras otras drogas objetivamente más adictivas y peligrosas pueden consumirse sin el menor recato? Las llamadas ‘drogas blandas’ serán malas malísimas –basta con que te toque cerca algún fumeta, como el miércoles en la ‘Gradona’ portátil de Laredo, por para comprobar que son hasta desagradables al olfato– pero, ¿tanto peor es fumar un porro que embutirse un cubalitro? Si como sociedad permitimos sin sonrojo los botellones cada vez más masivos, que dejan plazas como Cañadío como verdaderos vertederos, y propician altercados de todo tipo, ¿a qué viene después el disfrazarnos de puretas? ¿Es que no son drogas ambas sustancias, exactamente igual?
Claro que existe una abismal diferencia: el alcohol, amparado en su imbricación cultural, esconde toda una industria detrás. El cannabis, que también se usa con fines ‘recreativos’, produce mafias, mercado negro y llena las cárceles de pobres diablos. Tal vez vaya siendo tiempo ya de replantearnos nuestras políticas de salud pública, y afrontar la realidad en lugar de regodearnos en el fariseísmo.