Que sí, que lo de quejarse mola y es deporte nacional, pero cuánto nos cuesta reconocer que también hay cosas que funcionan bien, incluso de maravilla; en especial, en lo público, precisamente donde más nos gusta entrar a cuchillo.
En este país nuestro de los recortes, parece molesta todo lo que suene a social molesta, o al menos resulta sospechoso. Y, sin embargo, más tarde o más temprano, al final todos acabamos necesitando ayuda, incluso los que se pasan la vida despotricando contra el despilfarro y las políticas sociales.
En las últimas semanas, una disputa con una compañía telefónica traía a mal traer al que suscribe; que si te vas con otro me tienes que pagar tropecientos euros, decían ellos, que si nanay, decía yo; que si te mando a mis abogados, fanfarroneaban, que si te devuelvo el recibo, contraatacaba yo… Vamos, que al final la cosa pintaba tan fea, que ya debían de estar sacando brillo a mi nombre en uno de esos ficheros donde más vale ni asomar, una lista negra de malos pagadores.
Así que, visto el tamaño del enemigo, lo más cabal parecía buscar refuerzos. Y los encontré al lado de casa, en la oficina de consumo que el ayuntamiento de Camargo tiene casi escondida al final del parque de la Cros. Mi paladín se llamaba Lorena, y casi no hizo falta ni explicarle nada: ya sabía de sobra de qué le hablaba.
En apenas tres días, los dragones telefónicos dejaron de echar fuego por la boca, y todo era vino y rosas, como si nos hubiéramos ido a vivir en un anuncio. Incluso se empeñaron en convencerme de que tenían razón, pero por ‘deferencia comercial’ se avenían a perdonarme la penalización por abandono que llevaban semanas intentando sablearme, por lo civil o por lo criminal. Vamos, que mano de santo. Tuviera quien tuviera razón, con un mindundi se ponen muy gallos, pero contra la oficina de consumo ya no se pinan tanto.
Al final, vivimos en una absoluta indefensión, a merced de lo que convenga en cada momento a las grandes compañías que nos dan trabajo, nos aprovisionan de sus mercancías o deciden lo que tiene que gustarnos y lo que no. Y cuando entramos en conflicto con ellas, no nos atrevemos ni a rechistar siquiera; en muchos casos, porque nos damos por vencidos de antemano –qué va a hacer uno contra una multinacional todopoderosa…–, en otros porque desconocemos que existen recursos para ayudar a los ciudadanos, y en otros porque nos dejamos llevar por el desánimo general que malicia que esos ‘servicios sociales’ no sirven para nada.
Y no podía ser más al contrario: cuando uno topa con trabajadores públicos tan entregados, tan convencidos de su labor y, sobre todo, tan eficaces, se da cuenta de que las cosas sí que funcionan.