«Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores», decía el antiguo padrenuestro cuando todavía íbamos al colegio y todos disimulábamos como si en el mundo lo único importante no fuera exclusivamente Don Dinero.
Y es que las deudas, como el dinero y la propiedad, no son más que las convenciones sobre las que hemos edificado esta sociedad en la que todo tiene dueño; puro artificio, pues, como bien se preguntaba el jefe indio Seattle, ante la oferta de los rostros pálidos de Washington para adquirir sus tierras en 1855: «¿quién puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Ni el frescor del aire, ni el brillo del agua son nuestros ¿cómo podría alguien comprarlos?». Seguramente sus palabras sean apócrifas, claro, pero en el mundo civilizado continuamos actuando exactamente igual que entonces: vendiendo hasta nuestra alma. Véase, si no, lo que está sucediendo estos días con Grecia.
Si a cualquiera de nosotros nos plantearan la famosa pregunta de «¿Qué sabes de mi país?» –aquella impertinencia de un embajador ruso en un certamen de belleza–, pero referida a la Grecia actual, seguramente quedaríamos aún peor que Miss Melilla… Nos costaría salir del ‘jroña que jroña’, el Aris de Salónica y que le echan ajo y pepino a los yogures y lo llaman txatxiki.
No obstante, quienes hemos tenido la fortuna de conocer a algún griego –yo compartí piso y años de estudiante con Dimitrios Mourvakis, hoy día un químico que trabaja en una universidad alemana y no puede volver a su país porque la investigación científica está igual de arrinconada que en España– sabemos que no difieren mucho de nosotros, que les gusta hablar alto en los bares y discutir de fútbol y política, que padecen a sus gobernantes con una resignación similar a la nuestra y que Grecia es, qué razón tenía la melillense, «donde vive gente maravillosa» pero que sufre mucho más de lo que se merece porque, entre otras cosas, le ha tocado ser el pariente pobre en la Europa de los mercaderes. Igual que nosotros, los griegos sobrellevan como pueden la desgracia estar encuadrados en el insultante grupo PIGS –Portugal, Italia, Grecia y ‘Spain’–, furgón de cola en constante amenaza de descolgarse de la locomotora europea. La apisonadora de Bruselas les ha pasado a ellos por encima, pero bien podríamos haber sido nosotros sus víctimas, que también coleccionamos deudas como si fueran cromos.
Pero, ¿qué sucedería si Grecia, o cualquier otro país, no pagase? Si se colapsa un estado como el griego, ¿tendría que liquidarse? ¿Y después, qué sucedería? Seguramente las grandes potencias europeas, con sus ejércitos de abogados y fuerzas del orden, podrán expoliar la economía helénica –el patrimonio ya se lo llevaron hace siglos–, pero ¿qué harán con los ciudadanos? ¿Les embargarán también? ¿O aceptaría Europa una dación en pago?