Camino de Gijón, la A-8 ya no se desvía hasta Llanes. Y es que durante la última década, lo que antaño había sido feroz rivalidad se había convertido en una balsa de aceite, con tanto hermanamiento y tanta devolución de favores que más que un derbi norteño parecía ya un acuerdo de no agresión, el tan sobado ‘Pacto de Llanes’ que tantos ríos de tinta hizo correr hacia el Cantábrico.
Pero nada es para siempre, y al final aquella obra que parecía interminable terminó como suelen terminar estas cosas, con cintas y fotógrafos y un político detrás de unas tijeras dando por inaugurada una red viaria que convertirá La Franca, San Roque e incluso Llanes en simples nombres apuntados en un cartel, divisados a toda velocidad en la autopista, sin llegar siquiera a ser lugares de paso.
Claro que, por mucho que aquel presunto ‘pacto’ esté cada vez más lejos, lo que no ha desaparecido en modo alguno es la corriente de simpatía que une a verdiblancos y esportinguistas, a racinguistas y rojiblancos, que parece que por fin han superado viejas rencillas centenarias. Obra y gracia, por supuesto, de Manolo Preciado, cuya estatua al pie del Molinón parece la meca del racinguismo; seguro que pronto aparecerá en las guías turísticas como uno de los puntos de Asturias donde más fotografías se toman los visitantes, junto a la estatua de Woody Allen en Oviedo. Claro que allí nadie lleva esos sentidos ramos de flores con los que El Astillero recuerda a su hijo perdido.
En cualquier caso, el milagro del hermanamiento entre aficiones está más vivo que nunca, y pudimos comprobarlo el sábado, con un fenómeno que muy pocas veces se produce: tras un encuentro tan disputado y con tanto en juego, los visitantes deseaban a los locales el ascenso –este año sí– a primera, y los gijoneses consolaban a los cántabros con un «vais a salvaros, seguro» que, aunque no sume puntos en la tabla, sí al menos serviría para endulzar un poco el amargo camino de vuelta.
Pero, ¿y si hubiera sido al revés? ¿Y si hubiera ganado el Racing? No sabemos si, de haber ganado, nuestros vecinos habrían resultado tan simpáticos, o si alguno de los nuestros se habría alegrado de alejar del ascenso a un enemigo eterno. Lo que sí sabemos es que, durante unos brevísimos cinco minutos, la victoria fue nuestra. Y también a principios de la segunda parte, mientras Concha y Álvaro galopaban una y otra vez hacia Cuéllar, los más optimistas llegamos a pensar que podríamos llevarnos el partido, a poco que acertásemos en una contra.
Es cierto que el Sporting en la tabla se muestra inalcanzable, y que sobre el césped sus jugadores parecía velocistas, con una superioridad física por momentos insultante. Que con su salida en tromba al comienzo del partido amenazaban con pasarnos por encima. Pero luego, a la hora de la verdad, la pizarra de Munitis funcionó razonablemente bien –quién iba a sospechar que un Samuel hipermotivado iba a abarcar tanto campo, destruyendo en el borde de su área y luego presionando al portero en la rival–; tanto, que los goles rojiblancos habría que repartirlos a medias, porque difícilmente va a recibir nunca Guerrero otra asistencia como la que le regaló Mario con su errático despeje de puños, ni encontrará Bernardo tantas facilidades para empujar un saque de banda desde el área chica como le dieron el sábado sus antiguos compañeros de vestuario.
En fin, no pudo ser, y de poco sirve seguir lamentándose. Lo que sí nos valdría aprender de Gijón es la enorme fuerza que irradia un estadio abarrotado. Ojalá el jueves estuviera así El Sardinero.