Cuántas veces se pregunta uno qué demonios tendrá este equipo para hacer que, vaya mal o vaya peor, su afición sea inquebrantable. Porque, como pez chico que siempre –o casi siempre– ha sido, son innumerables los disgustos que produce este club abonado a la desgracia cotidiana, cuando no a la paparda inexplicable. Y sin embargo, pese a este sufrir nuestro de cada día, ahí están sus fieles, que permanecen incansables, esperando el milagro. Esos mismos fieles capaces de celebrar el gol del honor como si fuera una victoria, y una victoria como si fuera un título. Es el sino de este Racing: sufrir hasta en los triunfos; no en vano, nació perdiendo, y eso por fuerza tiene que imprimir carácter.
Precisamente por eso, por haber conocido los infiernos del fracaso, el sabor de la victoria es diferente para los racinguistas. ¿Qué es ganar para un culé o un merengue, sino pura rutina? Una mera costumbre, que deja el interés de cada jornada apenas en acertar lo abultado de la goleada de rigor. Y hasta de ganar se aburre uno; o al menos eso dicen, porque los verdiblancos, exceptuando algún paso fugaz por la segunda B o la tercera, apenas hemos podido experimentar esa sensación.
De perder, por el contrario, sabemos mucho más. De encadenar derrotas y del color del farolillo, de sacar la calculadora cuando se acerca el final de la temporada y hasta del cuento de la lechera. Hasta de ver aquel anuncio de los colchoneros en que el hijo le preguntaba al padre por qué eran del Atleti, y sonreírse pensando en qué sabrán ellos lo que es ser ‘el pupas’…
Así que cuando el Racing, después de esperar a estar contra las cuerdas, decide por fin sacar su grandeza en el momento más inesperado, lo hace para demostrar que la épica nunca pasará de moda. Que no importan todos los peligros, todas las ruinas y todas las amenazas de liquidación: hay sentimientos indestructibles.
Cuando David Concha, en la noche del sábado, consiguió rematar a la red el rechace del portero lucense, estaba haciendo algo más que marcar un tanto. Lo sabíamos los diez mil que saltamos como posesos al ver entrar el gol, lo sabían los racinguistas de corazón que no podían estar allí, y lo sabía el propio Concha: cuando entre lágrimas se fundió con La Gradona en un abrazo no celebraba su gol, estaba dando vida a una comunidad que necesita mantener sus señas de identidad para no renunciar a ser ella misma.
La imagen del partido, la que todos los redactores jefe encargaron a sus fotógrafos, estaba en los banquillos, con dos mitos del racinguismo, uno a cada lado. Si Quique Setién es el último romántico del fútbol, con una forma diferente de entender este deporte dentro y fuera del campo, Pedro Munitis es la entrega absoluta y el profesionalismo. El sábado estuvieron en bandos distintos, aunque apenas noventa minutos; nada más terminar el partido, Setién volvió a incendiar los corazones de los racinguistas, aunque no sabemos si llegó a tocas sus carteras, zona todavía más sensible.
Pero en la fiesta de los dos colosos se coló David Concha, tal vez para regalarnos una premonición, mostrándonos cómo podría ser el Racing del futuro: Quique Setién en la dirección deportiva, Munitis en el banquillo y Concha en el ‘prao’, llevando unos galones para los que cada vez hace más méritos.
El sábado noche, más que fiebre, hubo suspense; ese sufrimiento interminable del que sabe que perder es morir. Sin embargo, tocaba milagro, y no lo esperábamos. Sólo por estos momentos de gloria merece la pena.