En cada partido en Los Campos de Sport, ante la aplastante mayoría de localidades vacías, siempre se pregunta uno qué podría estar haciendo a esas horas mejor que ir a sufrir en este templo sardinerino del casi, casi y del a puntito. Y no es cuestión de duda metódica, sino de la lógica de que, cuando ya has apoquinado una cantidad de euros más que respetable, ¿por qué no acudir?
Cuesta pensar que alguien compre unas entradas para el cine, o para un concierto, que tienen un precio parecido, y luego deje colgado al señor Grey con sus sombras o a Melendi echando humo. Con los encuentros del Racing, en cambio, sucede lo contrario: hay más absentismo que en los institutos y las facultades de mis años de estudiante, cuando muchos se sacaban la carrera desde el bar, jugando al mas y pidiendo a última hora apuntes prestados.
Claro que predicar es sencillo, pero cuando a uno le toca dar trigo… Y este fin de semana, dos de los asientos vacíos llevaban llevaban mi nombre y el de Esther, que no se pierde un partido desde que vino el Sporting y le cogió el gusto a eso de sufrir en las gradas racinguistas.
Es en casos como este cuando das en pensar que, a lo mejor, los ausentes no lo son por gusto, sino que a la fuerza ahorcan; entre los horarios de locura y los mil compromisos en los que todos estamos inmersos, a veces no hay manera de llegar tiempo de gritar el ‘presente’ que uno querría cuando pasan lista.
Y lo cierto es que lo pasa uno fatal en esos casos; con el carnet quemando en el bolsillo –porque dice eso de ‘personal e intransferible’, que nunca lo miramos, pero sí que lo pone–, te pasas toda la semana trazando mentalmente planes alternativos para tratar de librar el domingo y no perderte el partido; y cuando ya lo das por imposible, recurres a la televisión, bendita y maldita, a la que seguramente debemos buena parte de las dichas y desdichas del fútbol moderno.
Eso sí, demos gracias al invento de Kirchoff, porque gracias a esas invisibles ondas electromagnéticas y a las seiscientas veinticinco líneas el domingo a las doce el que suscribe podía estar comiéndose las uñas como el que más, sólo que en lugar de en su asiento roto de El Sardinero estaba en un butacón del San Francisco, en Guardo, tomando caldo castellano y croquetas de jamón. Que sí, que no es lo mismo que sentir cómo el estruendo de la Gradona te hace vibrar los tímpanos, ni sirve de nada abroncar al árbitro como si fuera Rajoy dando una rueda de prensa por el plasma, pero lo que es nervios los pasas como el que más.
Si, de paso, tienes un buen amigo del Zaragoza, y te pasas el partido comentando las jugadas por mensaje, un poco se te espanta la pena de no haber podido fichar como manda el reglamento. Lo difícil, claro, viene cuando la televisión enfoca la grada, y ves que donde deberías estar tú, sólo hay vacío.
Eso sí, para lo que pasó sobre el verde, para eso no hay consuelo. Mi amigo Ignacio, desde la resignación, se lamentaba de que traían más titulares que suplentes, y en la primera cantada colectiva de defensa y guardameta ya se empezaba uno a relamer, porque no había manera de distinguir qué equipo estaba en descenso y cuál aspiraba a liguilla.
Claro que luego vendría lo inevitable, el error estúpido de un gran portero y un buen defensa, y la inoperancia de cara a puerta. Un clásico racinguista… Porque cuando uno piensa en lo poco que rascó aquí el pichichi Rubén Castro, o que al Juanmi fallón de 2013 le ha llamado Del Bosque, cuesta creer que no nos persiga alguna maldición bíblica. Y, al final, como a los malos estudiantes, nos toca pedir prestado y apurar a última hora, a ver si conseguimos aprobar aunque sea en septiembre.