De entre todos los fenómenos atmosféricos, la nieve es el más privilegiado; y es que a poca gente le emociona que caigan chuzos de punta –más allá de algún redactor jefe nostálgico de la lluvia de su infancia; o de Manuel, mi compañero de trabajo, que siempre decía ‘¡qué bien llueve!’ cuando más arreciaba la tormenta–, pero quien más, quien menos, todos nos enternecemos en cuanto empiezan a caer cuatro copos, por mucho que el termómetro indique unos guarismos que más bien deberían endurecernos, cuando no directamente congelarnos.
Algo tiene la nieve que nos retrotrae a un tiempo casi mítico, tal vez relacionado con nuestra propia niñez y una época en la que, entre otras cosas, nevaba de verdad. Porque cuando uno recuerda las nevadas de antaño siempre pasaban de medio metro de altura y duraban tanto que se diría que el paisaje permanecía nevado durante todo el invierno. Y es que, así como el tintineo de la lluvia en los cristales es la banda sonora de la primavera norteña, el blanco es el color de los inviernos.
Antes, para nuestros abuelos montañeses, la nieve significaba, más que frío, aislamiento. En muchos pueblos, ni siquiera se podían hacer entierros hasta que llegaba el deshielo, y las casas necesitaban una despensa y una biblioteca bien surtidas porque no se sabía cuánto tardarían en poder reponer los alimentos para el cuerpo y para el espíritu. Hasta galerías se excavaban en las aldeas para llegar de una puerta a otra, y durante semanas el mundo se detenía en espera de tiempos mejores.
Ahora, en cambio, la nieve es más bien un aderezo decorativo, que nos regala estampas de postal. En las ciudades cubre el triste hormigón y en las montañas es la señal de que arranca la temporada de deportes de invierno, que devuelve la vida a lugares antes inhóspitos y hoy auténticas mecas de los amantes del esquí.
Claro que la alegría dura tan poquito como los instantes que dedica el telediario a las nevadas. En las zonas urbanas, pronto ese bello manto blanco se ennegrece, víctima de la polución que sólo vemos en esos tristes momentos, aunque conviva a diario con nosotros, dentro incluso de nuestros pulmones.
Pronto llegan también las incomodidades, los peligros del hielo, los tropezones, las carreteras cortadas al tráfico, los accidentes… Y además, siempre llegan de improviso, como si nadie supiera ya que, en invierno, nieva. Aeropuertos que se cierran o autovías intransitables nos recuerdan por unos días que, a pesar de que hemos colonizado el planeta casi hasta su último centímetro, en realidad nada es nuestro: sólo lo ocupamos, y la naturaleza, de cuando en cuando, reclama su propiedad.