«En el mundo del libro, al final el único que gana algo es el impresor», aseguraban mis compañeros de la revista universitaria Campus, hace ya tres décadas. Y, aunque sonaba a chascarrillo, era una triste realidad: los escritores, habitualmente, se contentaban con verse publicados, así como los ilustradores. El editor, si iba con el dinero por delante, solía palmar porque por cada libro que se vende hay una docena que acaba en el limbo; los libreros son los propietarios de ese limbo, pero vendan o no, tienen que afrontar unos gastos fijos, porque hasta los limbos cuestan un dineral en luz, impuestos y calefacción. Los distribuidores se llevaban un pellizco por libro vendido, pero estaban en las mismas: se vendía poco. ¿Dónde estaba el problema? Básicamente, en las tiradas. No se trataba de que no hubiera un público para cada libro, sino de que con el sistema offset había que tirar miles de ejemplares, para títulos que sólo tendría unos centenares de lectores. De modo que, al final, esos ejemplares sobrantes dormían el sueño de los justos en los garajes de los editores. El único eslabón de la cadena que acababa más o menos satisfecho era el impresor. Y eso, porque es un negocio en el que se tiende a no fiar, e incluso muchos aprendieron a ponerse en su sitio: o se pagan, o no sale un libro del taller.
En este ecosistema editorial que podríamos llamar ‘voluntarioso’, fuera del paraíso de las multinacionales, en los últimos años cada gremio del sector del libro ha ido adaptándose al medio como buenamente ha podido.
Para tristeza de los impresores, que ya no tienen tanto volumen de negocio como antes, los editores fueron los más beneficiados por la tecnología digital; poder imprimir cuatrocientos ejemplares o menos de un libro significa que, aunque no haya demasiados beneficios, al menos no habrá pérdidas catastróficas. Pero sufren el acecho de otro sector, los distribuidores, que han impuesto un sistema de rotación de novedades que le obliga a disponer de una novedad al mes, más o menos. ¿Por qué? Por un lado, porque los libros ‘caducan’ cada vez más rápido: lo que no se vende en un par de semanas, ya es material anticuado. Por otro, porque los libreros ya no compran en firme, sino en depósito, y devuelven cada mes los ejemplares no vendidos. En lugar de descontar la devolución, se les cambia por una novedad. Una ingeniería contable espectacular e imaginativa, a la que sólo le falta para ser perfecta que realmente existiera un público lector capaz de consumir libros al ritmo que los producen lo más de tres mil editores registrados en España. Si esto fuera una película de Capra, diríamos que, cada vez que suena una campanilla, ha cerrado una librería. Pero, ¿y los escritores? Pues imaginen: antes, por lo menos, no ganaban nada con sus libros; ahora, acaban costeándolos. Son el escalón más bajo de esta cadena trófica.