Como cantidad podría parecer mucho, pero novecientos euros son treinta euros diarios. Nada más. Porque esa cifra que tanto asusta a los círculos de empresarios y a los vigilantes de Bruselas no es un fajo de billetes sin límite sino una sueldo que estirar hasta lo inimaginable.
Vivir cuesta. Probablemente más de lo que vale, pero lo cierto es que cuesta, y mucho. Dos cincuenta para un desayuno con tortilla recalentada, un euro para el autobús, diez para un menú apañado, otro euro para la vuelta. La merienda es opcional, pero las cenas tampoco las regalan. Como no son gratis la ropa que compras, aunque sea en las rebajas, ni el móvil sin el que ya no podrías vivir. Vivir, desde luego, tampoco es barato; si no quieres ser okupa, es probable que te cueste todo lo que te ha sobrado después de un día de lujo asiático.
Así es la vida de muchos españoles, más de un veinte por ciento. La pobreza es un umbral muy incómodo, pero acoge a millones de ciudadanos. Y otros muchos sobreviven como pueden, con muchos sacrificios y mirando de reojo una televisión que parece la tierra prometida. Hace quince años nos sonreíamos cuando se hablaba de mileurismo, y hoy cuánto no darían la mayoría de los jóvenes por ver mil euros todos los meses en su cuenta corriente. Y tantos pensionistas.
Novecientos euros tampoco es demasiado. Desde luego, no para llevarse las manos a la cabeza, como si el cielo se nos cayera encima. Y mucho menos para que lo hagan precisamente aquellos que no saben qué es el IPREM, ni las ayudas familiares ni la cola del paro. Aquellos que no reparan en que detrás de todas esas cifras y estadísticas hay personas que trabajan sin descanso y tienen familias que mantener. Personas sin planes de pensiones ni seguros sanitarios privados. Eso que antes llamaban ‘la gente’ y hoy en muchas esferas se actúa como si no existieran, más allá de como fuerza barata que emplear de mensajeros, teleoperadores o cualquier otro oficio tan agotador como malpagado.
Benjamín Prado tituló su última novela ‘Los treinta apellidos’, en referencia al puñado de familias que, asegura, controlan la economía española desde hace dos siglos. Familias que no se preocupan por el IPC o el sueldo base, o lo hacen de otra manera: pensando en lo que pierden, más que en lo que ganan.
Para los demás, los que no tenemos capacidad para influir en que el poder judicial se corrija a sí mismo para que la banca siempre gane, la noticia debería ser buena. Magnífica, incluso. Lo mínimo que se espera de un gobierno que se autodenomina socialista. Lo malo es que luego uno mira los mil quinientos euros de salario mínimo en Francia o los mil seiscientos cuarenta y cinco de Alemania, y se le quitan las ganas de celebraciones.