Septiembre ya no es lo que era, y al parecer no lo volverá a ser nunca; al menos, lejos de nuestra región, que todavía sigue manteniendo este mes como la esperanza de los estudiantes rezagados. O incluso como la segunda oportunidad de cosechar calabazas. Fuera de Cantabria, en cambio, el calendario hortícola se ha acortado considerablemente, y los tradicionales exámenes de septiembre los han pasado a comienzos del verano; un poco como la primavera, que este año ha venido cuando le ha dado la gana, o el verano, que parecía que no iba a llegar nunca y ahora se diría que quiere quedarse.
Los exámenes, en cambio, han llegado todos con puntualidad ibérica: a Madrid llegaron en junio, a Valencia en julio y a la avenida de los Castros a primeros de septiembre. Cada uno a su ritmo, claro, que para eso tenemos autonomías de distintas velocidades. Y para resultar todavía más españoles, los pioneros en adelantar convocatorias se están replanteando volver al sistema antiguo. Celtiberia show, vamos.
El caso es que estábamos tan hechos a septiembre que va a dar penuca despedirnos de él. ¿Qué va a ser de aquellas amenazas casi bíblicas con las que el profe de ciencias te fulminaba a medio curso? «Nos veremos en septiembre, chavalín», te soltaba, y ya podías detestar el cálculo o la tabla de elementos periódicos, que te aplicabas como si septiembre en vez de un mes fuera una cárcel de barrotes invisibles.
Y es que dejar algo para septiembre siempre ha sido una condena, el castigo sin piedra ni palo de los malos estudiantes. Ese verano largo y tedioso en el que en vez de bicicletas y polos de limón tocaba llevarse unos libros de texto manoseados y pintarrajeados como si no tuvieran que heredarlos tus hermanos pequeños. Tardes de repaso, de listas de reyes y batallas, en lugar de buscar cangrejos en el río o explorar el monte como si nunca nadie antes hubiera pisado por allí.
Más que un mes, septiembre era un estado de ánimo, que diría Valdano, si es que Valdano hubiera suspendido alguna vez algo. Septiembre era la sombra del fracaso, que te espoleaba durante todo el curso para evitar ese penoso infierno.
Claro que, también, para los procrastinadores más recalcitrantes, septiembre podía verse como una tierra prometida, la ocasión de redimirse tras un año de pasear libros sin apenas abrirlos. El último recurso de los perezosos de facultad, cuando llega el examen de junio y no tienes ni idea, porque no te has leído ni el temario. Tranquilo, no pasa nada: menos mal que nos queda septiembre. Ah, qué mes glorioso era entonces.
Pero ahora que hemos doblado el calendario para que septiembre caiga en junio, ¿cómo motivar a quien sabe que, haga lo que haga, pasará dos meses de vacaciones? ¿Y cómo va a aprobar el 25 el que haya suspendido el 10 de junio? ¡Ay de los vagos incorregibles, tenemos los días contados!