Mi sobrino Jorge se ha empeñado en que le enseñe a escribir. Escribir a máquina, claro, aunque hoy día esa definición haya perdido buena parte de su sentido, porque ya no utilizamos máquinas de escribir, sino que más bien se diría que prolongamos la vida cotidiana en las pantallas de los ordenadores.
El caso es que al pequeño, supongo que de tanto verme teclear –«en realidad, estoy tocando el piano», solía bromear con mi hijo cuando era pequeño y todavía le hacían gracia las ocurrencias de su padre– le ha apetecido aprender él también. Cuestión de velocidad, que diría Gamoneda, porque lo que le ha fascinado, básicamente, es cómo volaban los dedos sobre el teclado y se convertían en caracteres en la pantalla, luego en palabras y más tarde en textos y artículos.
A los siete años uno se impresiona con cualquier cosa, pero el pequeño Jorge ya se maneja con cierta habilidad con el portátil, aunque utilice la estrategia del águila, con los dedos índices revoloteando hasta dar con la tecla buscada. Una técnica no muy depurada pero que con la insistencia adecuada puede dar resultados más que aceptables; de hecho, los mejores escritores y periodistas que he conocido escribían con dos dedos, y eran verdaderos velocistas, superando la categoría paralímpica. Aún así, a los que nos tocó aprender el estilo ortodoxo nos duelen las articulaciones al ver los otros ocho dedos agarrotados, como garras de un ave rapaz.
En mi caso, fue cosa de mi madre. A los catorce años me envió a una academia a aprender mecanografía. Una hora cada mañana en aquellos veranos plomizos de los ochenta, aporreando máquinas antediluvianas que hoy no querríamos ni en un museo. Por suerte para el pequeño Jorge, el teclado del portátil donde practica es suave y ergonómico; nada que ver con aquellos tiempos en los que había que sujetar una moneda con el dorso de cada mano y al terminar te dolían los meñiques. En aquella época, las pulsaciones no sólo eran cardíacas, y al final de cada línea sonaba una campaña, mientras hacíamos a mano el retorno del carro. La banda sonora de las oficinas, que hoy suena a blanco y negro, a nostalgia del siglo XX.
Así que a mi sobrino le puse a practicar como en la vieja escuela: a, ese, de, efe, ge. Y así hasta que te lo aprendas de memoria. Toda una ética del esfuerzo, de la recompensa del trabajo, con esa sonrisa de cuando consigues sincronizar los meñiques con las eñes y las aes.
Aunque al final acabaron por asomar sus verdaderas intenciones, cuando el pequeño, con la inteligencia chispeando en los ojos, se aburrió del «asdfg». Harto de repeticiones y convencido de su pericia, soltó un «¿Y ahora qué escribo?». Ese es el problema, Jorge. Que para eso no hay tablas, ni cursillos, ni manuales. No hay máquina que te diga qué hay que contar en tus escritos. Eso tienes que descubrirlo tú mismo.