El próximo año habrá treinta mil nuevos empleados públicos. Lo acaba de anunciar el gobierno, a toda prisa, nada más salir del consejo de ministros, no vaya a ser que las buenas noticias caduquen antes incluso de producirse. Treinta mil ‘funcionarios’. Treinta mil ciudadanos, treinta mil familias que, tal y como está el patio, se llevarán la alegría de su vida. Un atisbo de esperanza para los millones de jóvenes que sueñan con poder trabajar en el campo en que se formaron, para los que tienen vocación de trabajar para los demás, y hasta para los que simplemente aspiran a trabajar, que no es poco. Y también un nuevo motivo para la queja de aquellos a los que, por los turnos de ese bipartidismo que parece que no se va a acabar nunca, les toca ahora molestarse por todo.
Y eso que, en realidad, ni serán treinta mil, ni serán tan nuevos, porque una parte importante se las llevan las promociones internas y la estabilización del empleo temporal, un problema tan enquistado en nuestra administración pública que algunos funcionarios –como mi amigo Fernando, médico por más señas– se van a jubilar siendo todavía interinos.
Ni siquiera son tantos, porque después de una década de crisis, en las que las administraciones no sólo no contrataban a nadie, sino que ni siquiera reponían las bajas, las nuevas plazas que salen ‘a la calle’ en realidad no llegan a cubrir todas las necesidades.
En cualquier caso, la convocatoria masiva de plazas, por mucho que todavía sigan siendo pocas, supone también un ejercicio de justicia histórica con las nuevas generaciones. Más allá del tópico del ‘funcionario’ como un empleado privilegiado, ineficaz o incluso desganado, la realidad es que en ese término tan genérico incluimos a profesionales tan diferentes como todos los docentes que se afanan por enseñar algo a nuestros hijos o los sanitarios que –digan lo que digan– nos brindan un servicio excepcional, que ningún sistema privado podría garantizarnos. Informáticos y guardabosques. Vigilantes de museo y prácticos del puerto. Cocineros y aduaneros. Nada que ver con esa idea caduca de un tipo estampando sellos tras una ventanilla y diciendo «Vuelva usted mañana».
Pero es que, además, en nuestro mundo tan neoliberal y tan neotecnológico, resulta que la única opción para muchos titulados de ejercer su profesión vocacional es ese oficio tan rancio y polvoriento del funcionario. Ser archiveros, asistentes sociales, gestores culturales, enseñar paleografía o luchar contra la resistencia a los antibióticos pasa por ganar una oposición.
Cierto que no cabemos todos en las nóminas del estado; ojalá quien lo deseara pudiera trabajar como funcionario, pero lo cierto es que el mercado laboral deja tanto que desear que, al final, la verdadera vocación no es desempeñar un empleo en el que realizarnos, sino simplemente trabajar para uno de los pocos patrones que aún respetan las reglas de juego. Ya va siendo hora de dejar de estigmatizar a los empleados públicos, y exigir a los ministros de trabajo que, como mínimo, se cumpla la Constitución.