Lo juzgaremos más o menos afortunado, pero lo que desde luego sí resultó el fabuloso eslogan acuñado por Javier Marcano y su equipo en 2003 fue eficaz: ese ‘Cantabria infinita’ es incontestable y pegadizo, aunque no se sepa muy bien qué significa. Además, puestos a mirar de reojo al vecindario, deja en pañales a cualquier ‘bilbainada’, y solo le supera esa otra cima de la genialidad y la megalomanía de coronar Arredondo como «La capital del mundo».
No obstante, en estos tiempos de obsolescencia planificada, de ‘reestailins’ y de versiones ampliadas, hasta el infinito caduca, y del antiguo lema regional hemos pasado a otro igual de grandilocuente, pero con mucho menos gancho: ‘Cantabria, patrimonio de la humanidad’. Que probablemente sea más actual, más resultón o atraiga a más turistas, que parece ser que al final es de lo que se trata, pero en cuanto empezamos a hablar de patrimonios y títulos de propiedad, la cosa se lía sin remedio: o sea, que si antes Cantabria no se acababa nunca, porque no tenía principio ni fin –aunque hubiera carteles a la entrada, paradójicamente–, ahora resulta que es de todos, que es lo mismo que no ser de nadie. En fin, cosas del marketing.
Eso sí, puestos elegir una divisa, donde esté la asturiana que se quite el resto: «Asturias, paraíso natural». Que sí, es más larga, tiene una coma… lo que quieras. Pero da en el clavo. ¿Quién no querría empadronarse en el paraíso, aunque fuera por quince días de verano? Y además, como en los eslóganes no llueve, ni siquiera hace falta contar toda la verdad. Como, por ejemplo, que el paraíso no se acaba allí, porque todo es opinable. Y es que la mejor sucursal del cielo en la tierra está partida entre tres regiones milenarias y se llama, que por algo será, Picos de Europa. Aparte de que en materia de paraísos todos tenemos nuestra propia cartografía.
Y es que en ese particular y personalísimo ‘google maps’, muchas de las ubicaciones con las que soñamos despiertos se ubican entre el Cantábrico y la cordillera. Los asturianos se nos adelantaron y nos robaron el eslogan, el verdaderamente bueno. Pero el paraíso lo tenemos aquí mismo, sin necesidad de viajar al infinito. Mi amigo Ángel, por ejemplo, tenía uno de esos oficios absorbentes, de los que enganchan de tal manera que ni siquiera tú quieres abandonarlo. Probablemente, el mejor y el peor de Cantabria. Pero cuando tuvo que dejarlo, no se le vino el mundo encima, sino que fue él quien se subió al mundo, pateando las canteras de Cuchía, los acantilados, los mil y un rincones que todavía resisten a la masificación. Ayer me envió una foto con dos jargos que acababa de pescar, del tamaño de un pez espada, y en su cara se reflejaba ese paraíso. Ese sí que debería ser infinito. Y no acabarse nunca.