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Dos años después de su última visita a Santander Marwan, sus incondicionales abarrotaron el viernes la sala BNS para lo que en principio parecía una velada de intimista y ajustada al guion. «Y no lo era», como diría la canción de Alejandro Martínez, que con el piano y el acordeón arropó al cantautor.
Porque se diría que a Marwan lo que le gusta es romper guiones, normas, convenciones. En un admirable ejercicio de autoparodia, le gusta jugar a no tomarse a sí mismo demasiado en serio, empezando por su propio nombre: «Se pronuncia ‘maruán’, y no ‘marguán’ ni ‘marván’, como decís todos. Pero da lo mismo». Le bastaba con la atención del público, que por momentos rozó un silencio casi ceremonial.
Tras la introducción a cargo de Pez Mago –acompañante en otras giras y que en agosto actuará en la sala Haddock–, cuando Marwan salió a escena ya parecía tener al público ganado. Sin embargo, aguardaban algunas sorpresas. Y es que más allá de su impresionante humanidad –«Soy feo, pero tengo morbo», dijo con desenfado–, y el halo de romanticismo con el que el boca a boca ha envuelto su figura, el artista es mucho más.
Y es tan consciente de ello que casi parece disculparse desde el principio por el supuesto carácter depresivo de sus canciones –de hecho, en uno de sus últimos videoclips escenifica un suicidio–; pero enseguida asoma su acento de Aluche, su repertorio inagotable de comentarios, su catálogo de gestos cargados de expresividad.
Lo primero que uno descubre es que Marwan es uno de esos artistas que no caben en un disco. El estudio no es capaz de captar su multitud de registros. Las producciones no hacen justicia a su voz. Y el enlatado palidece frente al instante. No se trata sólo de la calidad, sino de la emoción. Y de cómo se transmite.
La segunda sorpresa es que esa supuesta saudade de cantautor es todo humo, se desvanece en cuanto las letras cobran vida y las gana una música que convierte sus desgarrados lamentos en depura energía: ‘La vida cuesta’, ‘Renglones torcidos’ o ‘Necesito un país’ parecen obras muy distintas de lo que suena por las radiofórmulas. Y el cantante incluso deja entrever su corazón heavy cuando cierra las canciones haciendo los cuernos en los puños, que para algo «soy una estrella del rock», bromea.
Pero no sólo bromea, también cita a Shakespeare, saca sus libros y recita, cuela guiños a Serrat y Sabina, habla con el lenguaje de la calle, con el de las redes y con el de poesía. Más allá del componente romántico –que lo hay–, o de una historia personal que tal vez explote en exceso Y casi sin darse cuenta desvela la última sorpresa: que no es un cantautor sino un contador de historias. Que habla casi más que canta, que necesita contar y que sabe cómo hacerlo.
Si como yo, tiene algún prejuicio o ya ha decidido que su música no le gusta o no le interesa, ni se le ocurra ir a verlo. Hágame caso. Corre un grave riesgo de caer en sus redes. Y hasta de salir de la sala tarareando ‘Un día de estos’…