Se me han roto mis pantalones favoritos. No se trata de uno de esos cortos chulos, de los que se llevan ahora en las rodillas, sino del puro desgaste que propician el tiempo y el uso intenso. Antes no ocurría, claro, pero parecer ser que la obsolescencia planificada ha llegado ya hasta los más recónditos rincones de la industria. ¡Ay, si Ignatius Reilly levantase la cabeza…!
El caso es que, como cada vez que esto me sucede desde hace tres décadas, me he encaminado a la tienda a comprarme unos vaqueros. Los mismos. Es decir, el mismo modelo. Como si estuviera abonado a ese diseño, o la empresa me pagase algo por lucirlos. Y exactamente igual me sucede con los zapatos, las cazadoras o las camisetas: como si de un uniforme se tratara, mi obsesión es reponer siempre las mismas prendas. Se trata de una costumbre que ha desesperado a todas mis parejas, que suelen interpretarlo como una tendencia irracional hacia lo conservador, por mucho que yo siga queriendo ver una estética que resultaba rompedora… hacia 1989. O tal vez no lo fuera tanto, pero cuando uno encuentra su estilo, es difícil cambiarlo. Como con el corte de pelo, por ejemplo.
En aquellos años tan tontos los llamábamos «el look», o las pintas, según el contexto o las ganas que tuviéramos de ponernos estupendos. Pero ya por entonces la imagen era un asunto de capital importancia. Decía de ti todo, o casi todo. Te adscribía a una tribu urbano, hacía gala de tus gustos y te situaba social y culturalmente. Todo valía, menos el aburrimiento. Y desde luego, no nos parecía nada banal, por mucho discurso contra la superficialidad que luego sostuviéramos nosotros mismos.
Hace unos días, volví a comprobar que «el look» sigue resultando trascendental. Desde Reinosa –vía Madrid, claro, que es donde están los grandes estudios– se está cocinando la gran sorpresa musical de los próximos años. Pero el productor que está obrando el milagro me escribió para sugerirme que habría que cuidar la imagen del grupo. Cuatro chavalotes que rebosan juventud, aunque con el regusto retro en las fotos promocionales tiren a ‘viejunos’. Veneno para la taquilla, que decían en el Hollywood dorado. Cierto que sobre el éxito no hay nada escrito, o nada que acierte, al menos, y que la única fórmula válida es la que funciona, pero no deja de sorprender que, en un mundo basado en el sonido, como es el negocio de la música, al final importe tanto la imagen. A menos que seas Battiato, más vale que salgas bien en las fotos.
‘No juzgues un libro por la portada’, cantaba Bo Didley en los sesenta. Pero cuántos discos no compraríamos sólo por su portada. Y eso pensaba ayer, cuando me llevaba de la tienda de Ana Sinatra el primer LP de los Ramones. Chupas de cuero, zapatillas de lona… y vaqueros rotos. Como esos mismos que yo siempre compro. El rock and roll también es imagen.