Asegura el tópico que hay libros que te cambian la vida, pero son mucho mejores los antilibros. Libros que te abren los ojos, que te ensanchan la mirada, que te bajan de las nubes. Corría 1995 y el que suscribe pasaba las mañanas catalogando un interminable fondo de bibliografía hispanoamericana, y las tardes escribiendo a la manera de Antonio Gamoneda, personalidad a la que rendíamos culto toda una generación de aprendices del verso. Y entre toda la hojarasca apareció un libro humilde, de impresión tosca y hojas ya amarillentas. Se titulaba ‘Obra gruesa’, y entre muchos otros sacrilegios pretendía bajar a los poetas de los altares. Poesía que hablaba «en el lenguaje de todos los días», que renunciaba a los «sonetos a la luna».
Así me regaló la luz Nicanor Parra: lejos de la escritura oscura, del lenguaje críptico, de la pose que simula ocultar un pensamiento profundo, me enseñó a buscar la esencia sin perderse en las formas. Que menos es menos y más es más. A mí, que «no creo ni en la Vía Láctea».